— No, Eduardo. No es lo mismo un humanista
que un egoísta. Y tú lo que eres es un completo egoísta.
— ¿Ah, sí? —Eduardo se atrincheró en el tintineo de los
cubitos dorados por el Macallan de doce años.
— Sí, Eduardo. Son conceptos distintos, y tú, con todas
tus publicaciones, toda tu cátedra y todo tu bla, bla, bla, sigues sin darte
cuenta. No es lo mismo predicar que el hombre es la medida de todas las cosas,
que considerarse el ombligo del mundo y pensar que todo gira alrededor de uno,
y eso es lo que tú das por hecho desde que te levantas hasta que te acuestas,
un día detrás de otro.
El reproche le supo a barrica de roble, a flores
maduras, a especias, a frutos secos.
— Bueno, en realidad, no es que yo sea un auténtico
humanista. Más bien se podría decir que practico el relativismo.
— ¿Relativismo? No lo dirás por esos relatos que
escribes ahora.
— Ja. Es encomiable tu sentido del humor, y más en tus
actuales circunstancias. No, que va… lo digo porque, a mi entender, todo es
relativo. Tú ves las cosas así, para mí son de otra manera. Nunca llueve a
gusto de todos.
— ¿A gusto de todos? ¿A gusto de todos…? Pero mira que
eres cínico.
— Vaya, en eso podría incluso estar de acuerdo. El
cinismo también es una interesante línea de pensamiento. Y toda una actitud vital,
si lo piensas bien.
— ¿Línea de pensamiento?¿Actitud vital? Hay que joderse.
¿Esas son las cosas que enseñas a las pijas de tus alumnas? ¿Es con eso con lo
que engatusas a esa… furcia?
— No pierdas los papeles, Carmen. Tiene un nombre. Te
agradecería que no te refirieses a ella en esos términos.
— Tiene muchas más cosas, además de un nombre.
— Eso puedes jurarlo. Y mejor colocadas que la mayoría.
— Cerdo —el insulto sonó como a cristales rotos, a
portazos, a cajones vacíos—. ¿Cómo has podido hacernos esto?
— ¿Haceros? ¿A ti y a quién más?
— A mí, a nuestros hijos.
— Que yo sepa, a nuestros hijos no les he hecho nada.
— Dejarlos sin madre. ¿No te parece suficiente?
— Bueno, desde mi punto de vista, será más bien una
liberación para ellos. Además, no los dejo sin madre; sólo la sustituyo. Pronto
tendrán otra. Y no habrá fotos ni recuerdos tuyos a la vista. Aún son pequeños,
y a la vuelta de un tiempo te habrán olvidado —el dolor perfilándose en el
contorno de ojos le obligó a esbozar un consuelo—. No te preocupes, en unos días
todo habrá pasado y tú tampoco recordarás nada. Un entorno adecuado, una nueva
vida, nuevos recuerdos, unas pautas básicas para conducirte. No eres el primer
paciente, ni serás el último; el Programa está siendo todo un éxito. Muchas de
las personas que formarán parte de tu existencia, por no decir todas, habrán
pasado por el mismo proceso.
— ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto, Eduardo?
— Bueno, no hace falta que te recuerde que tú eras de
los que apoyaban el proyecto. Con entusiasmo, incluso. Participaste activamente
en la campaña de recogida de firmas. Creías que no bastaba con aprobarlo, que
era necesario un apoyo oficial más decidido. Había que incluirlo en las
coberturas básicas del Sistema Público de Hi-giene Mental, ¿recuerdas? O si no,
al menos, subvencionar parte del coste en aquellos casos en que no se superasen
determinados umbrales de renta. ¿Cómo era…? Ah, sí. «Estamos ante una
oportunidad histórica, y en un régimen de clara vocación social como éste, la
Autoridad Tutelar no puede quedarse de brazos cruzados ni mirar hacia otro
lado. En muchas ocasiones, cambiar de vida es la única salida, pero casi nadie
se decide a dar el paso; hay que prever mecanismos de sustitución», o algo así.
— Pero no era esto, Eduardo, no era esto.
— ¿Cómo que no? Es exactamente esto. «Piensa en toda esa
gente a la que se evitará la angustia, el dolor, la tristeza», me decías. Ahora
tú formas parte de esa gente, así de sencillo.
El gesto de Carmen se iba descomponiendo al compás que
marcaban los dígitos luminosos del reloj en su muñeca.
— ¿Cuánto falta?
— Diez, quince minutos
como mucho. Concertamos tu retirada para las cinco.
— Entonces… ni siquiera
voy a poder despedirme de mis hijos.
— Créeme, Carmen, es
mejor así. ¿Qué ganaríamos con un recital de llantos y lamentos? Les ahorraremos
un sufrimiento innecesario.
— ¿Qué les dirás?
— Estás de viaje, tu
vuelta se irá retrasando. Ya se me ocurrirá algo definitivo más adelante.
— Por favor, Eduardo,
¿no sería mejor un divorcio? Podríamos llegar a un acuerdo.
— Ni hablar. Todo sería
mucho más complicado: pensiones, custodias, régimen de visitas. Las peleas
continuarían. Los problemas no iban a desaparecer. Además, no se puede anular
el servicio con menos de veinticuatro horas de antelación; el contrato prevé
una penalización bastante fuerte, y no quiero perder el dinero entregado a
cuenta. No hay marcha atrás.
— ¿Qué van a hacer
conmigo? ¿Sabes cómo me van a reubicar?
— No, no lo sé. Al
parecer, la discreción en este tipo de detalles resulta esencial para el éxito
del tratamiento.
— ¿Sabes dónde me
llevan, por lo menos?
— No.
Leandro Llamas Pérez (Murcia, 1966). Licenciado en Derecho, abogado en ejercicio y asesor jurídico de la Cámara de Comercio de Murcia. Ha publicado en la obra colectiva 26 historias que no vienen a cuento, 2010; y en Érase una vez... un microrelato, también colectiva, 2013. Tiene un cajón lleno de relatos y novelas inacabadas. Quizá, nos dice, ha llegado el momento de publicar el tercero.
¡Uyyy Leandro, me has puesto los pelos de punta!. Gracias por compartir.
ResponderEliminarSerá por la hora. ¿No era un poco temprano para leer cuentos? En cualquier caso, suerte la tuya, que tienes pelos que poner de punta
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