La niña pasará unos días con nosotros. Tu hija se ha
empeñado. ¿Y qué puedo hacer yo? ¡No le voy a decir que no venga! Sigue
creyendo que la llegada a este mundo de esa criatura fue una bendición para la
familia, un motivo de alegría después de tu accidente. Incluso está convencida
de que se te parece, ya ves: bajita y cuellicorta, con el cabello ralo y oscuro
y la cara extremadamente redonda. ¡Sí, si, desde luego es de lo más vulgar!
Pero es nuestra nieta y… ¡Claro, cariño, la semejanza es nula! Tranquilízate,
querida, no es bueno para ti que te excites así. En fin, mañana la tendremos
aquí. No. No debes preocuparte. ¡Sé que no debo consentir que entre en tus
aposentos! Todo el mundo tiene terminantemente prohibido acercarse y en esta
casa tus órdenes se respetan. ¿María? Pero si es solo una pobre ignorante que
hace todo lo que le pedimos. ¡Por favor, mi amor, no empieces otra vez! María
no es mala y no va a hacerte daño. No debes tenerle miedo. Comprende que tengo
ciertas necesidades. Por eso está aquí, pero solo por eso. El resto de mi vida
es tuyo. ¿Acaso no vengo todos los días a traerte tu comida? ¿Y el té especiado
con pastas de canela que tanto te gusta tomar dos horas antes de la cena? ¿Y
por supuesto, a cepillarte el cabello antes de irnos a dormir? Como ahora. Es
el mejor momento del día. Podemos hablar relajadamente, hacer balance de lo
sucedido, que me des instrucciones para transmitírselas al servicio, tomar
decisiones conjuntas. Ojalá todo en la vida fuera tan maravilloso como este
momento que paso junto a ti cepillándote la melena con el peine de plata
mientras te escucho hablar sentada frente al espejo del tocador.
***
María no podía soportarlo más. Todas las noches igual.
Oía a su marido encerrado en la habitación prohibida sin parar de hablar. Loco.
Se había vuelto loco. O quizá ya lo estuviera cuando lo conoció. Ella no era
más que una camarera de club de mala muerte en un país subdesarrollado en el
que las mujeres no eran consideradas seres humanos. Harta de soportar demasiada
hambre y penurias desde que era una niña le pareció que su suerte había
cambiado cuando aquel hombre maduro, apuesto y serio le había propuesto que lo
acompañara a su país y se casara con él. Lo que vino después fueron una serie
de males menores con tal de tener todos los días el estómago caliente y un
techo seguro donde vivir: tenía un armario lleno de ropa usada, pasada de moda
pero de calidad y elegante, que era la única con la que estaba autorizada a
vestirse; tuvo que dejarse crecer bastante su ondulado pelo castaño… Parecían
únicamente manías de viejo excéntrico. Lo terrorífico fue la operación de
cirugía estética facial a la que la obligó a someterse. Ni siquiera la avisó
previamente. La llevó directamente a la clínica y allí la amenazó con dejarla
tirada en cualquier cuneta, sin nada y por supuesto sin boda, si ella no
aceptaba a cambiarse la cara. Y de la clínica salió con una cara nueva, montada
en un flamante coche, en dirección a una mansión con sirvientes y un marido
respetado. Su vieja cara no valía todo aquello. Por lo demás, la vida con él
era fría pero correcta. En apariencia nada anormal, salvo la obsesión por
aquella maldita habitación en la que todos los días entraba con platos de
comida, bebidas y regalos; y le oía hablar, llorar e incluso suplicar durante
horas. Su maldita naturaleza de niña de la calle: desconfiada, asustadiza,
maliciosa, curiosa hizo que un día se lo jugara todo entrando en la estancia.
Lo que allí vio le heló la sangre. ¡Estaba loco! ¡Había que encerrarlo! Su hija
vendría mañana, ella la ayudaría con todo. A él le habían dicho que venía la
niña. Cuando fuera a buscarla a la estación ellas entrarían en el aposento y
harían lo debido. En el país de donde ella procedía existía una creencia
popular muy arraigada que consistía en que cuando una persona fallecía solía
quedar una impregnación de su energía en el lugar donde había vivido. La
primera esposa de su marido había muerto en un fatídico accidente en aquella
mansión. Su marido enfermó de dolor. Poco tiempo después de enterrarla obligó a
construir una habitación anexa a la suya y los sirvientes comenzaron a oírlo
conversar con alguien. Visiblemente preocupados pusieron el incidente en conocimiento
de la señorita que no dio ninguna importancia a las supercherías de ignorantes
aldeanos. No era solo el espíritu de su esposa muerta lo que moraba en aquella
habitación. ¡El viejo loco la había desenterrado y la ocultaba allí! ¡Un
asqueroso esqueleto con el que conversaba todos los días! Aquella descarnada
calavera decidía lo que se hacía en aquella casa. Sobre esos rancios huesos
lucían las mejores joyas y ropas. Y lo que era peor, ¡el esqueleto se había
obcecado en eliminarla! Por precaución solía escuchar las conversaciones que el
loco mantenía con el fantasma. ¡La muerta la odiaba! Era cuestión de tiempo que
el viejo acabara poniéndola en la calle. ¡Y otra vez en la calle no! Y menos
por la decisión de una muerta. Mañana la volverían a enterrar, como era
costumbre en su país, hundiéndole antes una estaca que le traspasara el pecho y
la dejara bien clavada en el suelo para que jamás volviera a salir de su tumba.
Ángeles
Molina Pérez (Blanca, Murcia, 1973) Diplomada en Graduado Social y estudiante
del Grado de Lengua y Literatura Españolas. Ha escrito numerosos relatos cortos
como Angustia Vital publicado en 2012 e hizo su primera incursión en el
teatro con su obra para jóvenes amateurs El ángel negro representada en
agosto de 2012.
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