lunes, 7 de abril de 2014

El lector diez mil



Dice mi amigo Jesús Cánovas que el niño que hemos sido en la infancia es el padre del adulto que llevamos dentro. ¡Qué razón tiene! Podríamos redactar otras versiones de esa frase y todas tendrían esencia de la verdad que atesora. Pero es de justicia guardar la original en boca de quien la ha dicho.
Cuenta Jesús que en su infancia conoció la historia de un hombre que le hizo pensar en la veracidad de las palabras y en su mensaje primordial. Como yo no recordaba muy bien la historia, se me ocurrió plasmar primero la frase filosófica en unas letras de molde con la tecnología de Blogger, y después, para poder hablar con propiedad, le pedí a Jesús Cánovas que me fuese contando la historia original del hombre que dio origen al pensamiento, y que lo hiciese mediante post en mi blog.
El primer post que me envió relata lo siguiente:

«Juan era un niño que se pasaba los días cerca de las vías del tren. Le gustaba descubrir imágenes de fantasía en las piedras que cimentaban las traviesas de madera. En ellas encontraba dragones, vaqueros, indios, héroes y malvados. Solía recoger las piedras que le parecían especiales por sus formas y colores, y disponerlas en torno a unos cercados que realizaba con palitos y cañas, o brozas silvestres, de las que crecían cerca del camino de hierro por el que pasaba el tren.
El niño daba vida a las figuras que confeccionaba en su mente, inventaba relaciones entre ellas, conflictos y aventuras, incluso se planteaba si estaba bien o mal lo que hacían sus personajes. Comenzó a pensar que era necesario descubrir dónde estaba la esencia de la magia para poder jugar con las vidas de los seres que le entretenían, día tras día, cerca del tren.
Una mañana de primavera, mientras jugaba, como siempre, junto a las vías, vio cómo se acercaba el Expreso de Levante. Sus ojos se quedaron fijos en la imagen del tren, en las enormes cajas de zapatos enganchadas tras una máquina que rasgaba el cielo con mechones de humo, igual que bocanadas de un dragón que venía de otro mundo, y a otro mundo se iba. Había visto pasar al Expreso de Levante muchas veces, pero nunca como ese día. Notó un magnetismo especial que le hizo mantener su atención en el segundo vagón y en la tercera ventana del mismo.»

Después de leer este post, comencé a preguntarme, si acaso ese niño tenía algo que ver con otros niños que yo había conocido. Me llamaba poderosamente la atención la referencia a la magia. A menudo la inocencia nos hace creer en un mundo irreal, mágico. Pero, la inocencia suele jugar malas pasadas, a veces se paga con duelo. Yo conocí en mi infancia a otro niño que recibió golpes que le abrieron el corazón como una granada, y le convirtieron, a la fuerza, en un adulto prematuro, en un viejo a la edad en que debería haber sido un inocente con vida en manos de la magia. Aquel niño no pasó por un estado intermedio, no tuvo una transición a la madurez. El viento sopla de costado para algunos, les empuja, pero no les derriba. Para otros, se convierte en ventisca permanente que ofende al rostro que abofetea. Hay niños que notan demasiadas veces el impulso negativo, y también el frío devastador de las moléculas que componen el fluido del aire gélido, sus circunstancias les siembran el rubor de la tristeza en la cara. Afortunadamente no era el caso de Juan, como contaba Jesús.  
Y volví a pensar en la influencia de lo mágico. Pero no sabía exactamente a qué se refería cuando hablaba de aquella ventana y de aquel vagón. Así que tuve que esperar pacientemente varios días hasta que vi publicado el siguiente post.

«El tren pasó delante de los ojos de Juan como un vehículo que iba camino de un destino desconocido. El niño observó que, desde la tercera ventana del segundo vagón, salía volando un papel que el aire llevó acariciando el tiempo, hasta posarse delante de su pie. Antes de coger el papel en sus manos, Juan volvió a mirar en la dirección en la que había desaparecido el Expreso de Levante. Y sólo, cuando tuvo la certeza de que había desaparecido de su vista, se inclinó para recoger el papel.
Tras el primer vistazo pudo concretar que se trataba de un cómic de hazañas bélicas en el que había escrito a mano, con letras realizadas con pluma estilográfica, unas líneas de parecidas dimensiones. En total eran catorce. El texto se superponía a los dibujos del cómic en los que aparecían imágenes de la guerra de Corea. Y justo al inicio de la página, que sin duda había sido arrancada de la encuadernación original, figuraba escrita una frase que pudo leer con facilidad.
La frase decía: Debajo de cada traviesa del tren hay una historia oculta.»

Con esa frase enigmática terminaba el segundo post. Me entraron ganas de buscar el teléfono de Jesús y preguntarle cuál era el sentido que tenía el tren en su vida, porque poner al personaje de Juan junto a las vías, tenía que tener algo de relación con su propia existencia. Ya sabemos que la realidad supera a la ficción. Cada hombre, cada mujer, casa sociedad, cada cultura, aporta matices diferenciadores a la infancia, pero ninguno debemos eludir la responsabilidad del niño que llevamos dentro.
Yo he de conformarme con lo que me tocó en suerte. No puedo cambiar mis orígenes, ni mis vivencias. Tengo que ser consecuente con el pasado y extraer de la experiencia el lado positivo. Es preciso reflexionar sobre los hechos y mantener una actitud creadora para convertirlos en enseñanza y en virtud. Hay que mirar al presente con cara de póquer, guardando un as bajo la manga, sin que el destino, ese rufián que juega contra la vida al otro lado de la mesa, lo sepa. Cada vida es una historia, cuando menos. El tren que nos lleva pasa por encima y arrastra lo que encuentra hasta el olvido.  
Unos días más tarde apareció en la pantalla del ordenador el tercer post.

«Juan comenzó a leer aquellas catorce líneas. Observó que algunas terminaban en sonidos similares, cuando no idénticos, que tenían un ritmo musical, una extraña melodía que penetraba en el alma sin darse cuenta. Pero había palabras que no entendía. Se dio cuenta que para conocer aquella historia oculta era necesario conocer palabras nuevas. Ese día nació en él la afición por descubrir palabras, el gusto por buscar expresiones que le hiciesen más comprensible cualquier historia que pudiese encontrar en las traviesas del tren.
Juan dobló la hoja de cómic con el texto manuscrito en su bolsillo. Lo hizo con la esperanza de descubrir algún día lo que aquellas catorce líneas querían decir. Miró a su alrededor. Aspiró el aire. Se dejó llevar por el sonido de los cantos de los pájaros. Miró las nubes y se alejó con ellas en el cielo, igual que un pájaro que buscase la arquitectura de su propio vuelo. Y deseó conocer el porqué de cada enigma que encontrase en su vida.
Entonces comenzó a caminar junto a las traviesas de la vía.»

Jesús dejaba claro en este post, que el niño había descubierto que su futuro era el de las palabras, y que iniciaba el camino tras ellas. Yo volví a recordar a otro niño, un niño que se sentía un árbol insignificante plantado en medio del campo. Y no hay árbol sin raíces, ni sin un lugar donde las raíces toman conciencia de la tierra que les alimenta. Esos nutrientes son las sustancias que le hacen crecer, ya sean dulces o amargas.
Quizá hoy ya comprenda al árbol solitario. Está necesariamente inserto en un paisaje. Lo entiendo, por yermo y desamparado que se encuentre. Soy cómplice de su naturaleza noble y de su estriada madera. La misma que luego es traviesa de las vías del tren. Unas traviesas donde el pasado se transforma en geometría, y debajo de  las cuales, un papel se convierte en rectángulo donde el alma enmarca una ilusión. Tal vez, después se esfume en el aire, como si se tratase de los restos del humo de la máquina de vapor del Expreso de Levante del que habla Jesús en la historia de Juan. El humo de los sueños.
El último post de la historia de Juan que contaba Jesús Cánovas Martínez, me llegó la madrugada del día nueve de marzo, sobre las cero horas y tres minutos. Era el lector diez mil del blog, y tras leer un relato, había escrito el final de la historia del niño que se había convertido en padre del adulto que llevaba dentro.

«Pasaron algunos años caminando junto a las traviesas para que Juan comprendiese que lo que había encontrado escrito en aquel cómic era en realidad un soneto, un poema que le invitaba a descubrirse a sí mismo, a hablar del amor, de la experiencia, de la muerte… Y para ello debía escribir nuevos poemas con las hojas de papel que encontrase a lo largo de la vía del tren. Y así sucedió en su edad adulta.
Juan recuerda aún el día que escribió el primer soneto. Tuvo la sensación de que el Expreso de Levante ya no pasaría más por las vías que le llevaban hasta cerca del mar, de que quizá, él debía detenerse en una estación más próxima al corazón, y dejar que fuesen los poemas los que siguiesen caminando por las traviesas de la vía. Una vía con destino hacia lo desconocido. Tal vez hacia la eternidad.»

Mariano Valverde Ruíz, Lorca, 1958. Profesor de enseñanza primaria. Su obra poética ha aparecido en varios revistas, habiendo publicado también relatos en libros colectivos. Ha publicado recientemente El fuego del instinto,Vitruvio, 200; y aparecido en libros colectivos de relatos con Espartaria, en 2003 y 2007.

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