Nuestras conversaciones son imperfectas.
En esencia lo son por incompletas, porque si entendemos la idea de perfecto
como aquello acabado, las conversaciones quedan siempre a la espera de ser
retomadas. Manejamos y transportamos líneas de conversación, que abrimos y
posponemos con diferentes individuos de nuestro entorno. Nuestras
conversaciones son imperfectas por estar saturadas. Palabras prestadas,
adheridas al mensaje esencial, se utilizan a menudo para arrancar o retomar la
que dejamos. Como un rastrillo que prepara el terreno, que abre el canal y da
tiempo a poner en marcha mecanismos prístinos de comunicación, que tienen más
que ver con implicaciones emocionales que con la intención de ofrecer un
mensaje claro y efectivo.
Nuestras conversaciones se refieren a
tantos temas como parcelas de vida cotidiana transitemos. Bien podrían
dividirse en dos: parcela económica, aquel mundo externo y en cierta medida
ajeno con el que nos relacionamos para satisfacer lo material y otra,
que podríamos denominar afectiva, en la que caben aquellos actos comunicativos
dirigidos a satisfacer y justificar nuestra existencia. Entretenernos a través
de distintos rituales que cimentan y reafirman quiénes somos; barnizar una vez
más nuestra máscara.
Y todo esto es cultura. No en el sentido
de acumulación de conocimiento técnico sino desde una definición antropológica:
todos aquellos artificios construidos por el individuo y que se consolidan mediante
rituales de práctica cotidiana. Como residentes accidentales en un trozo de
tierra determinado, pensamos nuestro mundo y lo compartimos a través de
símbolos que ya estaban esperándonos dentro de los libros o en los relatos de
vida de nuestra familia.
Entiendo que el recorrido recomendable o
interesante sería que estos símbolos nos sirvieran para interpretar, descifrar
y compartir nuestro espacio inmediato. Aplicando esto al ejercicio
comunicativo, el lenguaje sería una herramienta abstracta con la función de
comunicar, esto es, ofrecer, obtener o negociar. Sin embargo, -y en este punto
viene a mi cabeza la imagen de catedrales saturadas de gárgolas, exudando
colgajos artificiales-, pareciera que lo simbólico, inventado para dar(nos) un
código compartido con el que descifrar lo que vemos, sufriera una dolencia de
pautas cancerígenas que se rebelara en contra de su fín-en-sí-mismo. Precisamente,
que el contenido de un mensaje fuera la excusa para un alarde de floripondios,
tirabuzones y frases con copyright, desvirtuando el sentido último de esta
abstracción consensuada. Frases hechas y coletillas minadas de reflexivos,
conviven con adornos que asesinan un silencio necesario que permita pensar en
el contenido del siguiente mensaje.
Por coherencia discursiva debo terminar.
Así me lo he propuesto: economizar en adjetivos, huir de las subordinadas,
demonizar las esdrújulas. Sí, debo terminar. Sobre todo por justicia estética.
Un diálogo cualquiera
-Si tuvieras que elegir entre volar, ser
invisible o tele-transportarte, ¿con qué te quedas?
-Otra vez con la pregunta…
-No, en serio. Nunca me has respondido con
argumentos.
-Pues, ¿sabes? Si lo pienso un poco, creo
que volar no es para tanto. Mira esa gaviota en la ventana. Dispuesta a caer al
vacío en su siguiente paso. Planear con la misma inercia que el balanceo de tu
hamaca. ¿Y hacia dónde va? Su radio de vuelo no será mayor de cinco, seis,
nueve kilómetros, y no creo que alcance una gran altura. Al igual que nosotros,
no es migratoria. Como tú y como yo, está limitada por la seguridad que da una
geografía familiar.
-Me aburres.
-No me imagino a ninguna gaviota
inspeccionando terrenos desconocidos. No creo que se despierte una mañana, se
quite las legañas con sus alas y diga: “Familia, me voy. Esto lo tengo ya muy
visto”. Estos bichos tienen bien aprendido que cada noche se llenan los
contenedores de bolsas con nuestras sobras, y sólo tiene que esperar. Míralas.
No vuelan por placer, ni siquiera parecen disfrutar. En realidad, se pasan el
día haciendo tiempo hasta que llegue la hora del buffet libre de contenedores
abiertos.
-Mi pregunta no tiene nada que ver con el
comportamiento de las gaviotas. Hablo de volar. De que tú pudieras volar.
-Espera. No me cortes que pierdo el
hilo…Mira esa justo por encima de tu cabeza. Seguro que ahora nos está oteando
y pensará: “¿Cómo será eso de andar? Qué agradable poder sentarte, acostarte,
refugiarte en esas cuevas de ladrillo. Estoy aburrida de la lluvia que me
empapa y dobla el peso de mis alas. Hastiada de este viento empeñado en desviar
la trayectoria de mis corrosivos excrementos. Ojala tuviera dos piernas y no
este envoltorio de plumas.
-Una gaviota no diría “hastiada”. Pero
vale, entendido. Entonces descartas la opción de volar.
-No la descarto. En realidad, me parece la
más interesante de las tres. Ser invisible está bien, pero después del primer
mes espiando la intimidad de esta gente gris que nos rodea, me aburriría. Y no
hablemos de ser una gaviota invisible, esto implicaría, además, ser incapaz de
experimentar el subidón hormonal que supondría observar desde mi transparencia
a la vecina en la ducha; es un poder demasiado pasivo. Y en cuanto al
tele-transporte, pues casi igual que volar. No es para tanto. Es como tener
gasolina y no poder comprarme un coche. O al revés. ¿Para qué quiero estar
ahora mismo en Japón? Sentarme en una silla como esta, mirar al cielo y ver las
mismas gaviotas que veo aquí. Es como el poema de Kavafis, vayas donde vayas…
-Llévate caballa.
-Eso es.
Gabriel López Martínez. Licenciado en Antropología Social, Máster en Sociedad y Cultura y
doctorando en Filosofía, terminando el
doctorado sobre la cultura del trabajador autónomo. Es miembro
colaborador en LaPlataforma de Acción Social UMU e investigador en la
Cátedra Jean Monnet Facultad de Filosofía.
Como siempre, impecable uso de la ironia, no gratuitamente, si no como lubricante de ideas de profundo calado, pretendido pero no pretencioso. Para reflexionar. Me ha gustado tanto que me dan ganas de no volver a hablar. Me quito el sombrero ante este caballero de poblada barba y jersey indescriptible.
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