Muy miserable y graciosillo Miguel
Cagarrutio:
La calumnia tiene difícil arreglo; posee una
dinámica arrasadora. Recuerdo que cuando yo era pequeño un profesor la comparó
con el agua derramada imposible de recoger; ese mismo profesor la relacionó con
una piedra que cae en las aguas tranquilas de un estanque y despierta ondas
cada vez más amplias. Es así. La calumnia obedece a una lógica de destrucción;
se basa en una mentira oportuna, a ser posible burda hasta el extremo, repetida
hasta la saciedad: «Miente, miente, miente y mil veces miente, hasta que conviertas
una mentira en verdad», desiderátum de la ingeniería social, estrategia Goebles
de la propaganda. A la calumnia le sigue la difamación como un añadido
necesario; la injuria se le adosa como réplica pertinente. Sus efectos pronto
se harán notar: La imagen del calumniado comenzará a deteriorarse con un
vértigo acelerado; el rumor se convierte en sospecha, y, la sospecha, en
certeza.
Al calumniado se le dará de lado de forma
insolente o grosera, sea con el gesto o la palabra; se le negará el saludo, se
le harán cortes de mangas; afrontará gestos provocativos, desplantes, miradas
estupefactas o pícaras, y donde menos lo esperaba aparecerán los comentarios
inoportunos, el doble sentido de las expresiones con intención lesiva. Se
encontrará con cuestas repentinas o con muros impensados. Se le ninguneará, se
le procurará el daño, se le aislará... Y aun así para el calumniado todo ocurre
como si no ocurriera, pues este proceso se esquina, no da la cara, se embosca.
Ninguno de los artífices y cooperantes en el affaire habla a las claras; todos
se silencian, se solapan unos con otros. Al calumniado no se le da siquiera la
oportunidad de defenderse.
Y es en este punto donde entra tu gracia en
escena, esa de partirse el culo a carcajadas, para que sirva de amplificación
sonora a la calumnia: «¡Qué morenico estás! ¡Ja, ja, ja, ja!». Miserable
Cagarrutio, la repetirás hasta la saciedad y el infinito para solaz tuyo y de
los mamarrachos que son como tú. Y porque resulta tan graciosa esa tu gracia,
se le adosará el silencio cómplice de tantos y tantos otros que, en vez de
denunciar al calumniador y poner sobre aviso al calumniado, o ayudarlo de
alguna manera, se regodearán adoptando una maligna complacencia al ver cómo
este último se hunde de forma irremisible. Pues es así la cosa: primero, la
burda calumnia; segundo, la difamación añadida; tercero, la injuria, y, en
cuarto lugar, y como resumen de todo el proceso, la gracia corrosiva y la
complaciente aquiescencia del benemérito.
—¿Por qué no ríe la gracia? —te preguntas,
Cagarrutio; tú y los participantes en el crimen.
Porque el colmo de la vileza consiste en
conseguir que el calumniado participe en su propia desintegración y ría la
gracia que hacen en su honor. Ahora bien, si no ríe la gracia, es culpable;
pero si, por el contrario, la ríe, confirma su culpabilidad de forma patética.
No hay escapatoria: ¡Culpable! El rizo se ha rizado por merced de la gracia
tuya, miserable Cagarrutio.
El calumniado exactamente no sabe por qué
ocurre lo que ocurre: La destrucción de su imagen social, el aislamiento a que
se le somete, la pérdida de su credibilidad o el desmoronamiento de su honor,
o, lo que comienza a ser más grave, el deterioro de su psiquismo, la anulación
o reducción a mínimos de su autoestima y la acrecencia de los miedos que le van
parejos. Reconoce que siente vergüenza, que siente miedo (por él, por el daño
añadido a sus seres queridos), y este es atroz y le paraliza. Aun así, el
calumniado poco a poco irá tomando conciencia de su situación hasta que se le
revele de golpe toda la dimensión de la tragedia, la espantosa extensión del
mal. Lógicamente la negará; esto no puede estar pasándole a él; esto no es
verdad, es una apreciación incómoda de la realidad, porque la realidad, la realidad, no es eso. Estas cosas
ocurren en las películas, les ocurren a los otros; él siempre ha sido
espectador de la vida y no puede sospechar que le haya tocado por decreto de la
fatalidad el papel de protagonista en tan molesto drama. Pero son demasiados los
signos que se suman y acumulan para llevarse a engaño; afronta con demasiada
frecuencia la ofensa por la ofensa o la provocación por la sola provocación. El
mal es multiplicativo, y busca, por su propia esencia, la destrucción de aquél
a quien muerde. Por más razones que se dé y con las que quiera negar la
realidad de lo patente, la irrealidad de eso
que está viviendo, el calumniado conviene necesariamente que lo que está
viviendo es real y se patentiza a sí mismo.
Para
agravar la situación, una vez realizada la toma de conciencia, al calumniado le
resultará sorprendente comprobar la facilidad con que se le presta oídos al
bulo: asistirá estupefacto al hecho de ver cómo las personas de bien —o, por lo
menos, así lo pensaba—, sin ningún tipo de discriminación aceptan a pie
juntillas, como si fuera una verdad indiscutible, la burda mentira. El
calumniado no sospechaba que existía tanto miserable, pero hacer tal
descubrimiento no le consuela. Las ideas le corren rápidas al igual que las
emociones, y estas son negativas. Lo comprende todo, todo lo ve ahora con una
claridad meridiana, lo siente, lo sufre y comienza a experimentar la soledad.
Entra en la soledad y la vive; no en esa soledad buena donde el espíritu se
espacia y se silencia porque es dulce y leve, sino en la otra, en la que pesa,
en la angustiosa, la que con fuerza tira hacia abajo, hacia ese túnel negro y
profundo del que, por más que se busque, no se encuentra la salida. Sensaciones
de muerte, de suicidio, le asaltan, y a sus mientes llega el salmo 55: «Sobre
mí hacen caer el maleficio,/ me persiguen con saña./ Mi corazón trepida en mi
interior/ y terrores de muerte se abaten sobre mí:/ el temor y el temblor me
han penetrado/ y el espanto me envuelve», o el salmo 64: «Escucha, oh Dios, la
voz de mi gemido,/ del terror del enemigo guarda mi vida;/ ocúltame a la
pandilla de malvados,/ a la turba de los agentes del mal». Y no, ciertamente no
importa que a esas personas de bien que con tanta deslealtad prestaron oído a
la impostura, el calumniado las comience a considerar gentuza sin
adjetivaciones añadidas, porque para este, destrozado social y
psicológicamente, ya es tarde: el cáncer se ha extendido y ha hecho metástasis.
¿Cómo actuar? Anular los efectos de la
calumnia supondría una proeza parecida a la de poner puertas al campo o diques
a la vastedad del mar. No cabe aquí ser demasiado ingenuo y pensar que un roto
tan considerable va a tener una fácil solución si acaso esta fuera posible.
Incluso así, a pesar de la gravedad adquirida por la ignominia, el calumniado
abre sus puertas a la esperanza y pondera lo que nuestro refranero, siempre tan
sabio, subraya: aquello de que nunca es tarde si la dicha es buena, y, a
grandes males, grandes remedios; a esto añade que no hay mal que por bien no
venga. Hará, piensa, lo que razonablemente pueda.
¿Qué ha significado de bueno la calumnia para
el calumniado? Su mirada se ha vuelto más profunda, comienza a discriminar con
mayor agudeza el bien del mal; se solidariza con el débil, con el despreciado,
con el paria; comprende mejor la injusticia y epata con el perseguido. Esto no
es poco. Ahora bien, en el otro lado de la balanza, ¿qué tiene? La miseria
creciente de tantos miserables. La verdad, es que le dan ganas de aplicar el
principio de la metralleta y limpiar esa mierda de la faz de la tierra; piensa
en hundirse y hundir, definitivamente... Pero el calumniado posee convicciones
arraigadas —en las que, tras la angustia, y con la angustia, se ha reafirmado—,
por lo que utilizar armas rastreras en el empeño de lavar su honor no le es
lícito. Está en franca desventaja con respecto a ti, Cagarrutio, y a los que
son de tu cuerda.
Ha pedido consejo el calumniado, en el
intento de buscar ayuda externa, y lo ha recibido. Ha obtenido la opinión del
prudente: «No hagas caso, no remuevas la mierda, sigue tu vida; y si tienes que
hablar con alguien hazlo de manera particular». Se ha encontrado con la
recomendación del sabio: «Utiliza la ironía y busca un andamiaje donde apoyarte
y te sirva de auxilio». Se ha confrontado con la postura del soberbio: «Yo creo
que hay algo en ti que avala la calumnia» (dijo esto el soberbio, y se le quedó
mirando). El calumniado ha meditado al respecto. ¿No hacer caso? ¿Seguir como
si nada ocurriera? Eso ha sido imposible, Cagarrutio, porque ahí estaban tus
gracias para impedirlo. ¿Hablar a título personal? Lo hizo; contigo,
Cagarrutio, y con algún que otro mamarracho. ¿Ironía? La tiene, aunque en los
últimos tiempos resulta muy negra. ¿Apoyos? Los gestos en ese sentido han sido
muy débiles; posee pocas destrezas sociales, le cuesta salir de sí y la
vergüenza y el miedo lo siguen atenazando. ¿Qué hay de impropio en él? Le
gustan las mujeres, comer, beber y reír; es tímido, y, paradójicamente, no ha
sido prudente como serpiente ni sencillo como paloma, es decir, tiene tendencia
a cierto histrionismo como defecto de carácter. Por lo demás, no ha encontrado
nada que en contraste con la realidad sea reprobable y pueda dar pábulo a la
calumnia.
—Es que el calumniado es raro...
—Ya, ya, es raro, pero no maricón.
Como cristiano, el calumniado conoce el
origen de la maldad y a quién, en última instancia, hay que imputarle todo
daño. Esto se le ha revelado de una manera que pone los pelos de punta; si la
contara, sería increíble para los discretos, y para los de tu calaña,
Cagarrutio, supondría un argumento que sabrían utilizar de forma artera en su
contra. Pero lo dice san Pablo: «No es nuestra lucha contra la carne ni la
sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra las
dominaciones del mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que pueblan los
aires» (Efesios, 6, 12). El calumniado medita y reconstruye el proceso de su
propia destrucción; comprueba entonces cómo se han ido engranando las piezas y
articulando los tiempos y descubre ahí la añagaza de una inteligencia terrible
y no humana. La causa primera del mal es el diablo, pero el calumniado también
sabe que sin el concurso humano el daño se podría reducir en lo posible, acaso
anular. Hay hombres malos que coadyuvan a extender las insidias del maligno y
hay imbéciles que se convierten en tontos útiles en manos de lo que les rebasa
y no comprenden.
Después de meditar largo y tendido sobre
estas cuestiones abstrusas, el calumniado ha recabado en ti, Cagarrutio, y se
ha venido a dar cuenta de que lo que necesitas es pedagogía; por esta razón,
entre otras, y para que sirva de guía y ayuda a quien estuviera pasando por un
infierno semejante, viene a escribir esta carta con la que procurar una debida
ilustración sobre el tema. No es su estilo levantar la voz y montar
espectáculos —aunque, ¡qué diantre!, ¿por qué no?—, ni lanzar una letanía de
acusaciones lacrimógenas que podrían comenzar de esta manera:
Yo te
acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te
acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te
acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te
acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te
acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te
acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te
acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Etcétera...
etcétera...
No, nada de eso; el calumniado te da las
gracias por la depuración que has consumado en su alma:
Gracias,
Cagarrutio, porque me has hecho más sabio, aunque bien mirado yo no lo quería
de esa manera.
Gracias,
Cagarrutio, por destruir mi imagen, total, y bien mirado, tampoco era gran
cosa.
Gracias,
Cagarrutio, por inferirme un daño social de imposible reparación, aunque bien
mirado la sociedad que a mí me importa es solo la de aquellos seres que me
quieren y aprecian.
Gracias,
Cagarrutio, por procurarme un destrozo psicológico difícil de remediar, aunque
bien mirado, no ha sido tan grave: resurjo fortalecido.
Gracias,
Cagarrutio, por tus gracias.
Gracias,
gracias, Cagarrutio, o como dicen los catalanes, tan de moda en estos últimos
tiempos, gràsies, gràsies, gràsies.
Gracias,
Cagarrutio, por destruir mi vida: Quien ha pasado por el destrozo, ya no teme
el destrozo.
Por la lógica de la contraposición
seguramente, y dada tu calaña, querrás pasar de ser verdugo a víctima,
soliviantarte y creer que eres tú el afrentado. Por si eso ocurriera el
calumniado te recuerda que has sido tú el gracioso, con la connivencia de los de
tu cuerda (algunos de ellos, por cierto, algo quebradizos); que has sido tú el
que ha repetido hasta el cansancio, y con aviso de por medio, las gracias sin
ningún tipo de escrúpulo, menos aún de justificación. Porque vamos a ver,
Cagarrutio, ¿conocías al calumniado de algo? No. ¿Le habías visto alguna vez
por los bares que frecuentas? No. ¿Habíais esparcido juntos por alguna fiesta o
pesebre? Tampoco. Entonces, Cagarrutio, ¿por qué tus gracias? En otro orden de
cosas: ¿Te debía algo? No ¿Te había afrentado en algún momento? No ¿Te había
faltado en las mínimas normas que la cordialidad impone? No. Entonces,
Cagarrutio, ¿por qué fueron tan repetitivas y alevosas tus gracias? Y para
concluir la tanda de preguntas, amigable y graciosillo Cagarrutio: ¿Acaso no te
hizo ningún favor cuando lo necesitaste?... ¿Por qué, Cagarrutio, por qué? Si
el calumniado no te merecía ningún respeto por las razones que a ti solo incumben,
por lo menos podrías haber considerado que tenía familia y esta no era
merecedora de ningún daño. ¿Cómo calificarte?
Su única defensa posible es la verdad y, por
la verdad, el calumniado te dice que tú eres un miserable, Cagarrutio. Nada
justificaba tu manera de proceder. De la forma más frívola empezaste con la
gracia; alguien debió de alentarte y decirte que tenías chispa o algo así, y te
lo creíste.
—Sigue, sigue con tu gracia, Cagarrutio, que
nos desternillamos.
Y tú, dale que dale.
—Es que se mosquea.
—Algo oculta.
Y dale que dale.
—Sigue, Cagarrutio, sigue, que ese no
dispara.
—Cuando calla, otorga.
—Asín, asín...
Has pensado y actuado como los miserables.
Sin embargo, aunque el mal ya estaba hecho, te llegó el aviso. En un principio,
parecía que habías reaccionado de forma adecuada, pero no, fue un espejismo. Al
poco, volviste con tus gracias de manera deliberada, y con renovado ahínco,
hasta procurar un episodio lamentable con el cual dar un eco oportuno a la
calumnia, el espaldarazo de gracia. Te repite el calumniado: nada te justifica,
ni siquiera ese socorrido alegato al yo
no sabía o no estaba en mi intención.
¡Y aquí estamos! El calumniado se enfrenta a un mal corrosivo que se extiende
inexorablemente y tú, tras tus gracias, te repliegas. ¿Dónde está la realidad
de lo que has ayudado a extender? No hay remedio posible a tanto mal: La gracia
está hecha y tú has cooperado.
El lector amable, a lo largo de la lectura de esta epístola, habrá percibido que a quien de forma eufemística se le llama el calumniado, es el servidor que esto escribe. Pues, sí: me llamo Jesús Cánovas, soy transparente, digo la verdad y voy a las claras.
El lector amable, a lo largo de la lectura de esta epístola, habrá percibido que a quien de forma eufemística se le llama el calumniado, es el servidor que esto escribe. Pues, sí: me llamo Jesús Cánovas, soy transparente, digo la verdad y voy a las claras.
En fin, para ir acabando: yo no soy como tú,
graciosillo y miserable Cagarrutio. No es que me falte el gracejo, es más bien
que tengo un sentido del honor y de la justicia que tú no tienes. Dicho lo
cual: Envolez-vous,
pages tout éblouies!, como dice el poeta. Allez! Allez! ¡Id! ¡id! ¡Id, volad,
volad y deslumbrar, páginas salvajes, por esos caminos ubicuos de Internet!,
así nos reiremos todos.
Amigo Cagarrutio: Si alguien te dijera que
eres una buena persona, no te lo creas. Que eres un cobarde, es algo
manifiesto; que te falta hombría, lo más probable. Si te quedara un poco de
dignidad deberías aplicarte diligentemente en remediar el mal que has
provocado.
Jesús Cánovas Martínez
PD:
El género epistolar está en desuso
debido a la aceleración con que escribimos. Nos estamos acostumbrando a los mensajes
cortos que no terminan por desarrollar las ideas en que se sustentan. Esto no
debería ser así; las cartas suelen dotar de un marco de intimidad, cálido, a las
ideas, y el reposo en que las remansan les concede una fuerza directa que
muchas veces va al corazón.
Espero, amigos, que hayáis disfrutado de este
ejercicio epistolar.
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