martes, 17 de diciembre de 2013

En busca de la perfección

Miraba por la pequeña ventana enrejada del alto piso el horizonte interrumpido por edificios difíciles de comprender. No se sentía incómodo en aquella fría y vigilada celda. Tenía todo lo que necesitaba, su pluma y sus cuartillas manchadas de la extraña y húmeda suciedad del suelo. El cielo infestado de tristes nubes grises transformaban todo su ser en tristeza y melancolía. Pensaba en cuáles serían las palabras exactas para describir aquella estampa. Tenían que ser palabras bellas, frágiles y llenas de emociones, palabras que enfrascaran sensaciones; en su historia tendrían que aparecer frases que al leerlas despertaran al lector los sentimientos que él quisiera que sintiesen.

Por su cabeza desfilaban numerosas combinaciones, frases que descartaba casi automáticamente, no eran lo suficientemente buenas para aparecer en la novela que pronto empezaría, su próxima obra maestra.

Cada vez le traían menos libros y periódicos…pero tampoco quería leerlos, odiaba ver cómo míseros y vulgares escritores eran reconocidos y publicados. La gente no se merecía leer eso, pero sin embargo a ellos les encantaban, eran frases pobres, no sabían distinguir una obra de arte de un vulgar texto que podría haber escrito cualquiera.


Unos años atrás había comenzado a trabajar en una editorial, junto a un ejército de periodistas y escritores de éxito como Armand, un novelista de moda, que había sido reconocido recientemente y galardonado con numerosos e importantes premios.

Solo quería estar allí para aprender, guardar y archivar en su mente los diferentes puntos de vista de sus compañeros, sus mejores frases, sus formas de transmitir y transformar la belleza de las cosas en palabras, sin derramar y conservando toda su esencia. Conforme pasaba el tiempo veía más las imperfecciones de sus camaradas, no tenían ese don que poseían los más grandes, eran simples escritores, simples personas con una pequeña facilidad para escribir, de la cual alardeaban en todo momento como si fueran grandes ilustrados. No se merecían nada de lo que tenían. Eran mercenarios.

Cuando acabó de leer la más famosa de las novelas de Armand, una sensación de ira e incredulidad le invadió, no podía ignorarlo. Esa misma noche se dirigió a la editorial. Sabía que Armand se quedaba hasta tarde trabajando en su próximo libro. Allí estaba, en su habitual sillón de pana marrón, con su característico aire de superioridad. No lo dudó. Le golpeó una y otra vez con su propia novela, hasta que calló, manchando el suelo con la tinta de la pluma Montblanc que días atrás le habían regalado.


En su lúgubre celda pasaba los días, esperando las palabras exactas, las palabras perfectas que merecieran ser escritas.
Cara Maeztu Redín. Nacida en Pamplona. Estudiante de Bachillerato. Es la primera vez que colabora en una revista literaria, con apenas dieciseis años cumplidos, espera que este relato sea el inicio de su aventura literaria.

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