Las luces de las tragaperras
se cebaban sobre una de las esquinas del comedor, con sus mesas muy bien
dispuestas a la espera de una clientela que aquella noche había decidido no
acudir. En la otra, una televisión emitía una serie compulsiva de imágenes mudas,
coches que derrapaban entre nubes de polvo, playas paradisíacas y algún que
otro atardecer de postal que teñía el horizonte de un rojo de escándalo. A más
de uno le hubiera gustado perderse por allí, por esos parajes, que se lo digan
si no a la camarera que llevaba desde las siete de la mañana delante y detrás
de la barra y en su cabeza solo había hueco para algo caliente y una buena
cama. Y más que nada, una playa de aquellas, aunque con lo que le pagaban mejor
no perder el tiempo haciéndose ilusiones.
Era casi la hora de cerrar y
su cuerpo era todo dolor de pies y de espalda, un sube y baja indefinido que la
tenía baldada, pero afuera varios jugadores de cartas parecían dispuestos a
fastidiarle el viaje al paraíso. No había manera de echarlos, y por más que
insistía pedían otra ronda de cervezas y daban cartas de nuevo. Las lenguas las
tenían estropajosas, gordas y como poco engrasadas, muy trabajosas a la hora de
irse moviendo por el hueco que les dejaban las risotadas, las bromas de mal
gusto y las salidas de tono con la camarera. Sí, estaba ella para hombres, que
los metería a todos en un barco y les pegaría fuego.
La noche era tibia, el aire
en calma y por la carretera no pasaba ni un coche: nadie tenía la deferencia de asomarse y ver qué pasaba por
allí. La camarera los dio por perdidos - a los jugadores - y se sentó en una de
las mesas a esperar a que a sus señorías les diera la santísima gana de
largarse a sus casas. Así que se sacó el paquete de tabaco que se le señalaba
por el culo y se echó un cigarrillo. Estaba prohibido, pero a esas horas a
ningún imbécil se le iba a ocurrir ponerle una denuncia. La primera calada fue
balsámica, de esas que hacen época, pero le sonó el móvil y tuvo que ponerse de
pie porque los vaqueros le impedían meter la mano en el bolsillo. Se ponía una
talla de menos, tenía un buen tipo y no se lo tapaba. Le pilló la voz a la
primera - era inconfundible - y nada más oírlo le dieron ganas de tirar el
teléfono por la ventana; pero se contuvo, le había costado un ojo de la cara.
Eres un hijo de la gran puta, llevas tres meses sin asomar la jeta y ahora me
dices que andas de vacaciones, que te has ido una semana porque estás muy
estresado, ¡pues que te vayan dando! ¡Que te mueras te digo!, y no me sigas
poniendo esa vocecita de lástima, que me dan ganas de vomitar. Te vas, te
olvidas de tu hija, dices que no tienes dinero para llevártela un fin de
semana, y ahora te sacas con que estás muy cansado y te vas de vacaciones. ¡Que
me da igual que te largues con quien quieras o que te tires a la primera que se
te ponga a mano! Me trae sin cuidado, ¿me escuchas?, me importa una mierda lo
que hagas, pero tú vas y le explicas a tu hija que no tienes dinero para
llevártela, y de paso le dices lo cabrón e hijo de puta que eres.
La partida se paró en seco,
al igual que las lenguas sin engrasar, que se pusieron a pegar la oreja a ver
si se enteraban de algo más, que la cosa se estaba poniendo interesante. En
pocas ocasiones habían pillado a la camarera con los papeles perdidos, ella tan
discreta y a lo suyo a pesar de lo buena que estaba. Pero aquello era material
de primera mano y sonaba mucho mejor que las telenovelas de la tarde. Daban
ganas de sentarse a ver cómo acababa el capítulo. Acabó pronto, y la camarera,
envalentonada, se presentó por allí: señores, se acabó la función, esto se
cierra porque yo me largo a mi casa, que ya está bien por hoy. ¡Ah!, y son
cincuenta euros, que no penséis que lo vais a dejar a la púa.
El asunto se puso serio y
tuvieron que rascarse el bolsillo. También se les pusieron los ojos bizcos,
porque la camarera estaba como nunca: la discusión le había afilado la mirada y
le había puesto los pechos aún más en su sitio. Pero había que tragarse las
ganas porque el horno no estaba para bollos; así que, como corderitos, se
metieron las manos en los bolsillos y pagaron a escote. Otro día probarían, y
fueron desalojando. Con todo, uno se le encaró, el que estaba peor de la cabeza
y el más imbécil - todos lo conocían - pero la camarera se le revolvió como una
fiera y le dijo que si tenía ganas de fiesta que se buscara a otra o que fuera
a calentarle la entrepierna a su mujer, que lo estaba esperando. ¡Todos los
tíos sois iguales, un hatajo de salidos! ¡No hay ninguno que se escape de la
quema! Me dan ganas de desaparecer, dijo llorando con más pena que otra cosa,
porque la cuadrilla era lo peor que se había echado a la cara. Y lo que más le
revolvía las tripas, que se tenía que tragar todos los días sus impertinencias.
Se secó las lágrimas como pudo y se metió adentro: no tenía ganas de seguir
viendo a nadie. Las botellas y las cartas las dejó al relente. Mañana acabaría
la faena.
La televisión seguía con su
soniquete de coches derrapando y aquel maldito atardecer que nunca llegaba a
caer del todo. Terminó de perder los nervios: ¡por favor, que se pusiera de una
vez de noche en aquella maldita playa porque se iba a volver loca de las ganas
que tenía de largarse para allá! Se puso a llorar fuera de sí, salvajemente,
sin espectadores, sin necesitar a nadie que la consolara, y gritó con todas sus
fuerzas hasta quedarse ronca, vacía, como si le hubieran dado la vuelta y le
hubieran sacado las tripas del revés. Un saco sin nada dentro. Estuvo a punto
de acabar con todo, de hacer añicos aquella
maldita cristalería que había fregado diez mil veces y otras tantas se había
manchado, una rueda que no tenía fin. ¡Y además no podía irse de vacaciones! Y
su hija, que no dejaba de insistir, todos los días con la misma murga, que
cuándo iban a hacer como todas sus amigas. Parecía que aprovechaba la
oportunidad para hundirla un poco más; y lo peor, que lo estaba consiguiendo.
- Si quieres nos vamos
juntos, yo te pago el viaje, nos vamos los dos a esa playa o a la que tú
quieras, la que más te guste, pero a tu hija te la dejas con tu madre o con su
padre. No nos hace ninguna falta.
Un coche había repostado en
la gasolinera y había aparcado en la puerta del bar mientras ella perdía los
nervios. El tipo que bajó entró en silencio y no se perdió detalle, y puso las
cartas sobre la mesa. El coche era bueno y al tipo se le veía con pasta. Lo
miró con mala cara, pero se metió en la cocina a coger el bolso.
José Jiménez Fernández
José Jiménez Fernández. Pedriatra. Ha publicado dos libros de relatos, El guardián de las mareas y Negro sobre fondo azul. Ha colaborado en revistas literarias con relatos y ha hecho alguna que otra incursión en la poesía, pero eso, y otros libros de relatos, esperan mejores tiempos para ver la luz. El presente relato se publicó en el nº 1 de Acantilados de papel. Podéis accedeer a él pinchando AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario