lunes, 2 de diciembre de 2013

Casi un cuento



Las luces de las tragaperras se cebaban sobre una de las esquinas del comedor, con sus mesas muy bien dispuestas a la espera de una clientela que aquella noche había decidido no acudir. En la otra, una televisión emitía una serie compulsiva de imágenes mudas, coches que derrapaban entre nubes de polvo, playas paradisíacas y algún que otro atardecer de postal que teñía el horizonte de un rojo de escándalo. A más de uno le hubiera gustado perderse por allí, por esos parajes, que se lo digan si no a la camarera que llevaba desde las siete de la mañana delante y detrás de la barra y en su cabeza solo había hueco para algo caliente y una buena cama. Y más que nada, una playa de aquellas, aunque con lo que le pagaban mejor no perder el tiempo haciéndose ilusiones.

Era casi la hora de cerrar y su cuerpo era todo dolor de pies y de espalda, un sube y baja indefinido que la tenía baldada, pero afuera varios jugadores de cartas parecían dispuestos a fastidiarle el viaje al paraíso. No había manera de echarlos, y por más que insistía pedían otra ronda de cervezas y daban cartas de nuevo. Las lenguas las tenían estropajosas, gordas y como poco engrasadas, muy trabajosas a la hora de irse moviendo por el hueco que les dejaban las risotadas, las bromas de mal gusto y las salidas de tono con la camarera. Sí, estaba ella para hombres, que los metería a todos en un barco y les pegaría fuego.



La noche era tibia, el aire en calma y por la carretera no pasaba ni un coche: nadie tenía  la deferencia de asomarse y ver qué pasaba por allí. La camarera los dio por perdidos - a los jugadores - y se sentó en una de las mesas a esperar a que a sus señorías les diera la santísima gana de largarse a sus casas. Así que se sacó el paquete de tabaco que se le señalaba por el culo y se echó un cigarrillo. Estaba prohibido, pero a esas horas a ningún imbécil se le iba a ocurrir ponerle una denuncia. La primera calada fue balsámica, de esas que hacen época, pero le sonó el móvil y tuvo que ponerse de pie porque los vaqueros le impedían meter la mano en el bolsillo. Se ponía una talla de menos, tenía un buen tipo y no se lo tapaba. Le pilló la voz a la primera - era inconfundible - y nada más oírlo le dieron ganas de tirar el teléfono por la ventana; pero se contuvo, le había costado un ojo de la cara. Eres un hijo de la gran puta, llevas tres meses sin asomar la jeta y ahora me dices que andas de vacaciones, que te has ido una semana porque estás muy estresado, ¡pues que te vayan dando! ¡Que te mueras te digo!, y no me sigas poniendo esa vocecita de lástima, que me dan ganas de vomitar. Te vas, te olvidas de tu hija, dices que no tienes dinero para llevártela un fin de semana, y ahora te sacas con que estás muy cansado y te vas de vacaciones. ¡Que me da igual que te largues con quien quieras o que te tires a la primera que se te ponga a mano! Me trae sin cuidado, ¿me escuchas?, me importa una mierda lo que hagas, pero tú vas y le explicas a tu hija que no tienes dinero para llevártela, y de paso le dices lo cabrón e hijo de puta que eres.

La partida se paró en seco, al igual que las lenguas sin engrasar, que se pusieron a pegar la oreja a ver si se enteraban de algo más, que la cosa se estaba poniendo interesante. En pocas ocasiones habían pillado a la camarera con los papeles perdidos, ella tan discreta y a lo suyo a pesar de lo buena que estaba. Pero aquello era material de primera mano y sonaba mucho mejor que las telenovelas de la tarde. Daban ganas de sentarse a ver cómo acababa el capítulo. Acabó pronto, y la camarera, envalentonada, se presentó por allí: señores, se acabó la función, esto se cierra porque yo me largo a mi casa, que ya está bien por hoy. ¡Ah!, y son cincuenta euros, que no penséis que lo vais a dejar a la púa. 

El asunto se puso serio y tuvieron que rascarse el bolsillo. También se les pusieron los ojos bizcos, porque la camarera estaba como nunca: la discusión le había afilado la mirada y le había puesto los pechos aún más en su sitio. Pero había que tragarse las ganas porque el horno no estaba para bollos; así que, como corderitos, se metieron las manos en los bolsillos y pagaron a escote. Otro día probarían, y fueron desalojando. Con todo, uno se le encaró, el que estaba peor de la cabeza y el más imbécil - todos lo conocían - pero la camarera se le revolvió como una fiera y le dijo que si tenía ganas de fiesta que se buscara a otra o que fuera a calentarle la entrepierna a su mujer, que lo estaba esperando. ¡Todos los tíos sois iguales, un hatajo de salidos! ¡No hay ninguno que se escape de la quema! Me dan ganas de desaparecer, dijo llorando con más pena que otra cosa, porque la cuadrilla era lo peor que se había echado a la cara. Y lo que más le revolvía las tripas, que se tenía que tragar todos los días sus impertinencias. Se secó las lágrimas como pudo y se metió adentro: no tenía ganas de seguir viendo a nadie. Las botellas y las cartas las dejó al relente. Mañana acabaría la faena.



La televisión seguía con su soniquete de coches derrapando y aquel maldito atardecer que nunca llegaba a caer del todo. Terminó de perder los nervios: ¡por favor, que se pusiera de una vez de noche en aquella maldita playa porque se iba a volver loca de las ganas que tenía de largarse para allá! Se puso a llorar fuera de sí, salvajemente, sin espectadores, sin necesitar a nadie que la consolara, y gritó con todas sus fuerzas hasta quedarse ronca, vacía, como si le hubieran dado la vuelta y le hubieran sacado las tripas del revés. Un saco sin nada dentro. Estuvo a punto de  acabar con todo, de hacer añicos aquella maldita cristalería que había fregado diez mil veces y otras tantas se había manchado, una rueda que no tenía fin. ¡Y además no podía irse de vacaciones! Y su hija, que no dejaba de insistir, todos los días con la misma murga, que cuándo iban a hacer como todas sus amigas. Parecía que aprovechaba la oportunidad para hundirla un poco más; y lo peor, que lo estaba consiguiendo.

- Si quieres nos vamos juntos, yo te pago el viaje, nos vamos los dos a esa playa o a la que tú quieras, la que más te guste, pero a tu hija te la dejas con tu madre o con su padre. No nos hace ninguna falta.

Un coche había repostado en la gasolinera y había aparcado en la puerta del bar mientras ella perdía los nervios. El tipo que bajó entró en silencio y no se perdió detalle, y puso las cartas sobre la mesa. El coche era bueno y al tipo se le veía con pasta. Lo miró con mala cara, pero se metió en la cocina a coger el bolso.

José Jiménez Fernández

José Jiménez Fernández. Pedriatra. Ha publicado dos libros de relatos, El guardián de las mareas y Negro sobre fondo azul. Ha colaborado en revistas literarias con relatos y ha hecho alguna que otra incursión en la poesía, pero eso, y otros libros de relatos, esperan mejores tiempos para ver la luz. El presente relato se publicó en el nº 1 de Acantilados de papel. Podéis accedeer a él pinchando AQUÍ.

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