Sombra y luz de la poesía
I
Sobre un horizonte rojo languidece y cae la tarde,
el sol se va despidiendo entre surcos y bancales
y la levísima brisa que peina los olivares
transporta trinos, canciones y, a veces, también pesares.
Dorados mares de trigo, hasta el horizonte ondean
y esperan con impaciencia los rigores de la siega.
Le antecede la cebada ya que por ella se empieza,
poniendo a punto las hoces que abatirán las cosechas.
Inclinada en el ribazo brinda sus frutos la higuera.
Una gama de hortalizas se recoge allá en las huertas
y por doquiera, el almendro nos regala sus almendras
y se amontona, apretado, el cereal en las eras.
Hay una verde colina con un pueblo en la ladera,
tiene en el centro una plaza y sus calles son de tierra
en la plaza hay una casa que queda frente a la iglesia
y en su fachada un balcón con rejas sobre la puerta,
donde, cuando sale el sol en las horas mañaneras
se asoman dos ojos negros dueños de mis ansias previas.
Son los ojos de una niña de labios como las fresas
que robaron mis sentidos, locos de tanto quererla.
II
¡¡Que bonito!! El marco es el adecuado…
pero ha llegado el momento de cruzar al otro lado.
Allí todo es más oscuro, las luces se han apagado.
Apretemos bien los puños y a ver que nos encontramos.
III
Con aquel telón de fondo es fácil escribir versos,
no es necesario esforzarse y habría que estar muy espeso
para no ver que el poema que sólo mira este espejo
te proporciona en bandeja los más usados conceptos.
Un auténtico poeta no debe entrar en el juego
de reflejar con su pluma sólo lo lindo y perfecto.
De declamar ñoñerías que halaguen el alter ego
y ensalcen la estupidez y la languidez de seso
de los que ven la poesía como si fuese un placebo.
Los artistas tienen armas para deshacer entuertos.
El pintor, con sus pinceles denuncia abusos concretos,
el músico, en ocasiones lanza al aire sus lamentos
y el poeta, su palabra y la rítmica del verbo.
La poesía penetrante y dura como el acero,
además de ser honesta no puede ser un florero
que se coloca en la mesa con flores de invernadero.
IV
Han pasado varios años, y el pueblo de aquel poema
ha sufrido una catarsis adosado a su ladera.
El olvido se ha adueñado de sus calles polvorientas.
Se han cerrado los hogares, se ha derrumbado la iglesia.
Y aquella niña morena ya no borda tras su reja,
ni en las piedras de la plaza sigo grabando mis huellas,
ya que, igual que tanta gente que llora sus penas fuera
emigré a la gran ciudad huyendo de la miseria.
Aquellos campos que un día sus frutos preciosos dieran
quedaron abandonados allá en Castilla la Vieja.
La reconversión salvaje saltó del mar a la sierra.
Se liquidaron viñedos amplios en Jumilla y Yecla.
Se hicieron artificiales plantaciones que, a la fuerza
de explotaciones absurdas dejaron yermas las tierras.
Ahora los campos no dan, más que abrojo y malas hierbas,
pasaron de ser jardines a convertirse en estepas.
V
Mas, la poesía valiente no puede quedarse quieta
pues tiene que denunciar que esas cosas fueron hechas
para que sólo unos pocos llenen así sus carteras
y el pequeño campesino se quede siempre a dos velas.
El poeta que es poeta tiene los pies en el suelo
y se viste de paisano cuando recita sus versos.
Si toca reír se ríe, si llorar, llora en silencio
y canta, tanto al amor como al odio y al desprecio.
Le duelen las injusticias, por eso arriesga el pellejo
y denuncia el mangoneo de hipócritas y perversos
que hacen de su capa un sayo y exprimen a los obreros
malgastando a todo trapo los valores y el dinero.
Hablan de escasez y crisis con semblante lastimero,
hablan de rebajar sueldos cuando están ya por los suelos,
hablan de esfuerzos atroces, mas ¿que coño saben ellos?
lo que cuestan el aceite, las patatas o el cordero.
No se preocupen ya acabo, pues molestar más no quiero
pero déjenme decirles lo que yo opino del verso.
Puede ser frívolo, “aguado”, comprometido, sincero.
Como el poeta lo sienta donde y en cada momento.
Pedro Ortuño Ibáñez
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