Con los ojos enrojecidos y bañados en
lágrimas, me incorporé en la cama. Fijé la mirada en el reloj gris de la mesita
de caoba, que marcaba las once. Mi estómago rugió con potencia pidiendo unas
tostadas y un café, aunque el nudo que oprimía mi garganta no hubiera dejado
que pasara ni una mosca a través de ella.
Unos
breves rayos del sol de otoño se colaban por las rendijas de la persiana del
dormitorio. Me volví a tumbar con un largo suspiro y mecánicamente alargué el
brazo hacia el lado vacío de la cama, como si pusiera en duda lo que era
evidente. Mario no estaba.
Me
limpié con el dorso de la mano la mucosidad que me caía por los orificios de la
nariz. El llanto a moco tendido me había dejado con hipo. Los miembros de mi
cuerpo habían caído en la pereza y no querían responder a la orden que les
enviaba mi cerebro de ponerse en movimiento.
La
nostalgia me transportó a los días en que fuimos dos adolescentes enamorados que reían y se deseaban. Una tarde de verano
junto al río que trazaba el límite del pueblo de los padres de Mario, sobre los
matorrales, las bromas y caricias nos llevaron por primera vez a fundir
nuestros cuerpos en uno. Impulsado por la fogosidad, Mario me desabrochó la
blusa que entallaba mi torso y, a su vez, mis manos se deslizaron por la
cremallera de su pantalón, ansiando sentir su calor. Solo se escuchaba el
murmullo del agua y el cantar de los pájaros, como una sinfonía compuesta
especialmente para nosotros. Mario no cesaba de besar mis mejillas, con el mismo
afecto que una madre besa a su hijo, y de revolverme el pelo. Juntos alcanzamos
el éxtasis tras varios minutos de placer. Sudorosos, continuamos besándonos,
enrollados, hasta que nos dolieron los labios, los brazos y las piernas. A
pesar de terminar exhaustos, seguimos abrazados hasta que el sol desapareció en
el horizonte. El mundo se reducía a
nuestra particular primavera. Sin embargo, los años y la rutina nos
convirtieron en dos extraños que, aunque todavía se amaban, eran dos peregrinos
que se buscaban el uno al otro.
Cualquier
absurda discusión terminaba en gritos, como la que fue el detonante de que
Mario enfadado saliera de casa dando un portazo la noche anterior. Yo había
dormido con el móvil en la mano, a la espera de su llamada, pero no ocurrió.
Cuando
desperté le escribí un mensaje, en vano, pues no obtuve respuesta. Angustiada,
recordé la escultura «Primavera eterna» de Rodin, expuesta en el Museo del
Prado que, horas antes de nuestra pelea, nos había deleitado con su magia.
Incluso trajo hasta nosotros la chispa que despertaba nuestras pasiones de
antaño, y nos identificamos con ella: dos amantes con sus bocas unidas a
perpetuidad.
Ofuscada,
por fin tomé una decisión, me quité el camisón de gasa azul con el que había
esperado a Mario toda la noche, y me vestí con lo primero que pillé. Luego, salí
hacia el Museo. Había tenido un pálpito, quizá él estuviera otra vez allí. Con
la esperanza albergada en mi corazón, tomé el metro. Tras un breve correteo por
las entrañas de la ciudad, de nuevo en la calle y bajo la tenue luz de la
mañana, me dirigí a la puerta de entrada. En mi alocada carrera tropecé con uno
de los visitantes que entraba o salía del Museo. Me disculpé con aquel joven de
pelo negro cuyos rizos caían sobre su frente y que parecía uno de los héroes de
la mitología griega, a cambio, me regaló una sonrisa. Por un segundo, cuando
sus penetrantes ojos negros se detuvieron en mí, se me erizó el vello de la
nuca, bajo mi lisa melena castaña. Sin darle más importancia, continué dando
zancadas con la intención de llegar al lugar donde se encontraba la escultura;
a lo mejor Mario también estaba con el corazón destrozado y no supiera cómo
afrontar su regreso a casa.
Mis
ojos bailaron de una persona a otra. De un pasillo a otro. Mi desilusión creció
al darme cuenta de que me había equivocado. Mario no estaba a los pies de la
escultura pensando en nuestra relación, tal como yo había supuesto. Con la
respiración entrecortada y las lágrimas deslizándose por mis mejillas, rodeé la
figura para admirar por segunda vez aquellos amantes desnudos esculpidos en
mármol. Sus bocas unidas eternamente. Sus cuerpos atléticos se rozaban. Solo
músculos y belleza se mezclaban en un idílico amor como el que yo había
perdido. Al pensar aquello, noté una punzada de dolor en el pecho y apoyé la
espalda en la pared. Me deslicé por ella hasta quedar sentada en el suelo.
Por
suerte para mí, en ese momento, no había cerca ningún guarda de seguridad. Las
personas iban y venían embelesadas por las obras de arte con los folletos
explicativos entre sus dedos. Entonces puse las manos en mis muslos cubiertos
por las perneras de mi pantalón vaquero, y entristecida bajé la mirada. Cuando
la esperanza se había desvanecido, de pronto, di un respingo y me levanté con
la rapidez de una gacela para recoger un objeto del suelo que había cerca de
mí: un anillo. Entonces, una corriente eléctrica me traspasó de la cabeza a los
pies. Era de Mario. Y aunque mi razón no quería creerlo, tenía mi nombre y la
fecha de nuestra boda inscritos por dentro.
Me
sentí confusa y di un par de pasos hacia la escultura, pero el chico de ojos
negros con el que había tropezado minutos antes a la entrada del Museo, me cortó
el paso. Aturdida, quise retroceder, aunque fue inútil, porque me tomó por los
hombros con delicadeza, pero sin un ápice de calidez en sus manos. Me besó sin
mediar palabra. Posó sus fríos labios en los míos. Tuve la impresión de besar
mármol. Mi cuerpo no me respondía, estaba rígido; el pánico me asedió. Batallé
con todas mis fuerzas mentales para alejarme de aquel individuo. No lo conseguí.
Parecía pegada con cemento al desconocido que pretendía saborear mi boca. Era
incapaz de deshacerme del fornido joven o de girar la cabeza para echar un
vistazo y averiguar qué ocurría realmente. Enseguida todo se nubló a mi
alrededor. Sin embargo, tras un fogonazo de luz, varias imágenes cruzaron mi
mente. Los amantes de la escultura eran de carne y hueso, y llevaban puestas
nuestras ropas. Las de Mario y las mías. Se comían con los ojos el uno al otro,
mientras el inconfundible aroma a limón y especies que solía despedir el cuerpo
de Mario, por el gel que usaba para ducharse, impregnó mis fosas nasales. La
garganta se me había quedado áspera como el estropajo.
Desesperada,
quise comprobar si era Mario el que me besaba o yo sufría alucinaciones, pero
mis músculos siguieron igual de quietos que antes, salvo por la diferencia de
que ahora me invadió un estremecimiento de afecto, de delicia. El beso fue
tierno, como si la primavera hubiera regresado de nuevo a nosotros. Ya no me
importó seguir besando aquella boca perpetuamente, ante la contemplación de los
fisgones que se arrimaban a la hermosa escultura.
Relato premiado con el Accésit en el
XXX Certamen de relato Villa de San Fulgencio, 2013.
Mª Mercedes Tormo Muñoz
Nacida
en Alicante y gerente de PYME, es amante de su familia y los libros. Ha
publicado relatos en diversas antologías. Coautora de Cuentos de nube y miel, ECU. Ha recibido algunos premios: Primer
Premio X Certamen de Literatura Infantil y Juvenil Ciudad de Andújar, Primer
Premio de relatos Hoguera Gran Vía-La Cerámica, finalista en Certamen de terror
ESMATER, finalista en Certamen de relato Café Compás de Valladolid y Accésit en
XXX Certamen literario Villa de San Fulgencio.
¡Enhorabuena!
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