martes, 5 de noviembre de 2013

El Golem

Todas las mañanas se levantaba con un sabor arenoso en la boca. Sábanas de color sepia iluminadas por una tímida luz solar que rasgaba las cortinas de una habitación cada vez más pequeña. Tan minúscula que no quedaba espacio para las sombras, solo tonos claros. 

Como cada día se incorporaba  sobre el colchón duro, rígido, incómodo, que no le dejaba dormir y se acercaba al cuarto de baño. Cada amanecer se lavaba la cara y miraba en el espejo con un deje despectivo hacia su persona. La tez clara y ojos castaños denotaban que era una persona joven, pero la piel agrietada y la mirada cansada, casi harta, lo convertían en el más anciano de los hombres.

Día tras día su vida había sido una serie de instrucciones. Cuando era un niño, las prohibiciones que debía seguir de manera tosca y simple. Tocar, experimentar, aventurarse, eran algo que no se encontraba en su niñez. A cambio, la prisión maternal, el miedo a las pesadillas y el desamparo habían hecho mella en su cuerpo. Pero se aferró a su imaginación. Cada minuto, a pesar de no moverse, podía soñar que volaba como una gaviota siguiendo una suave corriente de aire.

Luego llegó su juventud. Cual máquina desempeñó un papel. Todas las mañanas a clase, a estudiar entre viñetas, entre recuadros. Muchas veces con un leve movimiento de lápiz rompía esas barreras, esos extremos que nadie se había atrevido a sobrepasar. Pero no servía de nada, el lápiz resbalaba y caía por el dorso del libro. En su mente solo paseaba una frase cuando eso ocurría: Todo tiene bordes. Si los rompes, quizá no haya nada más allá. 

Su madurez, donde intentó ser libre por todos los medios posibles. Rebeldía, desobediencia, obstinación, indomabilidad, sublevación. Solo salir de un espejismo para caer en otro. Más como él, sumisos a una libertad. A otro recuadro más.

Y finalmente, adulto, acatando la orden del superior. Día tras día, como un reloj, se levantaba en el mismo cuarto, con las mismas sábanas sepia, con la misma luz entrando por la misma ventana, con el mismo dolor de espalda por el colchón duro y rígido, yendo en el mismo momento exacto al mismo lavabo, a mirarse en el espejo y acabar llegando a la misma conclusión: un hombre que es joven pero que en su interior está decrépito.

Y como cada mañana, día, hora, minuto, segundo, se retiró el flequillo que le cubría la frente para descubrir como aquella herida tomaba forma de palabra: Emet

Al leerla, en su cabeza sonaba la nada golpeando el todo como si de un martillo se tratase. Solo se le recetó una cosa para sentirse libre y romper con su vida tan rutinaria. Borrar una única letra lavándola con agua. 

Quizás era el hastío, el cansancio, la inseguridad, pero hasta aquella mañana no se había nunca planteado el borrarla de su cabeza. Aquella mañana, de aquel día, a aquella hora, en el aseo levemente iluminado por la tímida luz de las ventanas, borró la letra. 

Solo quedó Met.

Y un montón de barro sin sentido que se miraba con aburrimiento frente al espejo.

 
David Nortes Baeza. Nacido en el año 1988. Vive en Los Belones. En la actualidad estudia Grado de Filología Hispánica en la Universidad de Sevilla. Escribe a menudo aunque no suele participar en publicaciones ni concursos, excepto en el de Relato Hiperbreve VI (Universidad de Murcia) en el que fue accesit.

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