El
joven poeta se levanta temprano para ir a trabajar. Su madre le prepara el
desayuno con cariño, él promete regresar con el sueldo. El joven poeta es
becario en una editorial de prestigio: aunque ha estudiado Filología Hispánica
y posee un expediente académico excelente, él se encarga de hacer lo que hacen
casi todos los becarios del mundo cuando entran en el mundo laboral: los
pequeños recados que le encomiendan sus compañeros y superiores, desde ir a por
los cafés hasta hacer fotocopias. El joven poeta cumple, resignado, sus
obligaciones: para él, lo verdaderamente importante es cumplir para cobrar,
aunque sea por una miseria y tenga que permanecer diez horas diarias, de lunes
a sábado, en aquel edificio, soportando gritos (“¡me cago en la hostia, tío torpe, ya has vuelto a derramar el café!”),
comentarios despectivos (“ése se cree
que, por méritos, nos va a quitar el puesto, ¡jaja, eso no se lo cree ni él!”),
envidias de otros becarios (“los aires
que se da por escribir poesía”) y exigencias (“¡date prisa con las putas fotocopias, coño!”) y todo, por
supuesto, a cambio de trescientos cincuenta euros. El joven poeta aguanta como
un valiente, sabe que las horas se pasan volando y que pronto regresará a casa,
junto a su madre. Pero ha llegado el día en el que el joven poeta reciba la
primera bofetada de la vida: el jefe le despide. A última hora lo reclama, y en
despacho, el joven poeta, en silencio, escucha palabra por palabra los
argumentos típicos de “que la cosa está
muy mala”, “la crisis me ha obligado a tomar esta dura decisión”, “que eres
joven y competente, de seguro que encontrarás otra cosa”, etc, etc. No hay
resistencia: está tan cansado que se limita a recibir en mano su última paga y
regresar al hogar, a pie. No es capaz de decirle a su madre que pisará, por
primera vez, la oficina del desempleo: prefiere darle dos besos, un abrazo y
entregarle el sobre del dinero, a escondidas, en la cocina: si su padre
descubre que le está pasando el salario para poder rellenar la nevera, se
podría armar una buena, ya que el desgraciado, billete que caía en sus manos,
billete que utilizaba para comprar alcohol. La madre del joven poeta agradece
la ayuda económica – la dedicación del padre es estar casi todo el día en el
bar – y se dispone a preparar la cena para su hijo, pero él no tiene apetito y
opta por encerrarse en su cuarto, con un nudo en el estómago, aguantándose las
lágrimas: la inspiración se desborda en su escritorio, delante de los folios en
blanco, y escribe versos sobre hermosos paraísos, sobre embriagadores besos de
la mujer amada, sobre la dulce alegría de sentir. Transcurren las horas hasta
que, en la madrugada, al otro lado de la pared, discusiones, portazos, objetos
rompiéndose: el borracho ha llegado con ganas de bronca. Pero el joven poeta
está harto del mundo exterior. Muy harto.
Y prosigue con sus cantos líricos a la belleza de la vida.
Ana
Patricia Moya (Córdoba, 1982). Licenciada en Humanidades. Directora de Groenlandia y
co-fundadora de Editorial Origami. Autora de “Bocaditos de Realidad”
(reedición), “Material de Desecho” y “Cuentos de la carne”. Ha sido traducida
parcialmente a seis idiomas. Sus poemas y relatos aparecen en distintas
publicaciones digitales e impresas, así como en antologías literarias.
un relato triste una historia que se repite muchas veces
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