jueves, 12 de septiembre de 2013

El joven poeta



El joven poeta se levanta temprano para ir a trabajar. Su madre le prepara el desayuno con cariño, él promete regresar con el sueldo. El joven poeta es becario en una editorial de prestigio: aunque ha estudiado Filología Hispánica y posee un expediente académico excelente, él se encarga de hacer lo que hacen casi todos los becarios del mundo cuando entran en el mundo laboral: los pequeños recados que le encomiendan sus compañeros y superiores, desde ir a por los cafés hasta hacer fotocopias. El joven poeta cumple, resignado, sus obligaciones: para él, lo verdaderamente importante es cumplir para cobrar, aunque sea por una miseria y tenga que permanecer diez horas diarias, de lunes a sábado, en aquel edificio, soportando gritos (“¡me cago en la hostia, tío torpe, ya has vuelto a derramar el café!”), comentarios despectivos (“ése se cree que, por méritos, nos va a quitar el puesto, ¡jaja, eso no se lo cree ni él!”), envidias de otros becarios (“los aires que se da por escribir poesía”) y exigencias (“¡date prisa con las putas fotocopias, coño!”) y todo, por supuesto, a cambio de trescientos cincuenta euros. El joven poeta aguanta como un valiente, sabe que las horas se pasan volando y que pronto regresará a casa, junto a su madre. Pero ha llegado el día en el que el joven poeta reciba la primera bofetada de la vida: el jefe le despide. A última hora lo reclama, y en despacho, el joven poeta, en silencio, escucha palabra por palabra los argumentos típicos de “que la cosa está muy mala”, “la crisis me ha obligado a tomar esta dura decisión”, “que eres joven y competente, de seguro que encontrarás otra cosa”, etc, etc. No hay resistencia: está tan cansado que se limita a recibir en mano su última paga y regresar al hogar, a pie. No es capaz de decirle a su madre que pisará, por primera vez, la oficina del desempleo: prefiere darle dos besos, un abrazo y entregarle el sobre del dinero, a escondidas, en la cocina: si su padre descubre que le está pasando el salario para poder rellenar la nevera, se podría armar una buena, ya que el desgraciado, billete que caía en sus manos, billete que utilizaba para comprar alcohol. La madre del joven poeta agradece la ayuda económica – la dedicación del padre es estar casi todo el día en el bar – y se dispone a preparar la cena para su hijo, pero él no tiene apetito y opta por encerrarse en su cuarto, con un nudo en el estómago, aguantándose las lágrimas: la inspiración se desborda en su escritorio, delante de los folios en blanco, y escribe versos sobre hermosos paraísos, sobre embriagadores besos de la mujer amada, sobre la dulce alegría de sentir. Transcurren las horas hasta que, en la madrugada, al otro lado de la pared, discusiones, portazos, objetos rompiéndose: el borracho ha llegado con ganas de bronca. Pero el joven poeta está harto del mundo exterior. Muy harto. Y prosigue con sus cantos líricos a la belleza de la vida.



Ana Patricia Moya (Córdoba, 1982). Licenciada en Humanidades. Directora de Groenlandia y co-fundadora de Editorial Origami. Autora de “Bocaditos de Realidad” (reedición), “Material de Desecho” y “Cuentos de la carne”. Ha sido traducida parcialmente a seis idiomas. Sus poemas y relatos aparecen en distintas publicaciones digitales e impresas, así como en antologías literarias.

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