viernes, 31 de mayo de 2013

La joven de la perla, de Tracy Chevalier: Un cuadro con historia

Tracy Chevalier
La joven de la perla
DEBOLSILLO, 2008

A pesar de que Johannes Vermeer es uno de los pintores neerlandeses más reconocidos del barroquismo, sus dos cuadros más conocidos son «Vista de Delft» y, por supuesto, «La joven de la perla». Este retrato, a diferencia del resto de su obra, se caracteriza por la gran sencillez de la imagen en la que destaca la figura femenina sobre un fondo completamente neutro, la sutil combinación de colores y una perla como único elemento decorativo. Esta joya proporciona una iluminación diáfana al rostro, y, al mismo tiempo, establece un recorrido visual por la imagen. Sin embargo, cuando la mayoría observa a la enigmática joven, quien interactúa con el espectador a través de una mirada íntima y la boca ligeramente entreabierta (un gesto poco común en los cuadros de la época por las connotaciones sexuales asociadas), es innegable realizarse la siguiente pregunta. ¿Quién es esa muchacha?

Al igual que «La Mona Lisa» (Leonardo Da Vinci), la identidad de la modelo y las circunstancias en las fue pintado han conseguido eclipsar el propio cuadro, sirviendo a Tracy Chevalier como punto de partida para escribir esta novela histórica, un auténtico tributo al legado artístico de Johannes Vermeer y su obra más conocida.

En ella, la joven Griet empieza a trabajar como criada en la casa del afamado pintor para ayudar económicamente a su familia después del accidente que dejó ciego a su padre, privándole de la belleza que solo el sentido de la vista puede proporcionarnos, así como la única fuente de ingresos de la que disponían hasta aquel momento. Desde el inicio, la muchacha demuestra que, a pesar de su juventud y sus orígenes humildes, posee una sensibilidad especial que le permite apreciar su entorno desde una perspectiva particular que el resto es incapaz de comprender, excepto el propio Vermeer, tal y como puede apreciarse en el primer encuentro entre ambos.

«Siempre colocaba las verduras en un círculo, cada una en su sección, como porciones de una tarta. Había cinco: lombarda, cebollas, puerros, zanahorias y nabos. Había utilizado la hoja de un cuchillo para dar forma a cada porción y había puesto un disco de zanahoria en el centro (…)

-Veo que has separado las blancas-dijo, señalando los nabos y las cebollas-. Y el narajana y el morado no están juntos. ¿Por qué? (…)

-Los colores se pelean cuando están juntos, señor.»

A pesar de sus diferencias, entre ellos empieza a desarrollarse una íntima relación que se esboza con cada nuevo cuadro que Vermeer realiza, casi siempre presionado por su suegra Maria Things, y su esposa Catharina, quienes perciben el arte solo en términos económicos. Precisamente, la indiferencia de la que son víctimas, tanto por sus diferencias culturales, religiosas o de clase social, se convierte en la principal razón por la que se buscan, a fin de acabar con la soledad que conlleva esa necesidad de retraerse para evitar ser juzgados y ser objeto de rumores de una sociedad incapaz de entender las inquietudes de ambos, que trascienden de la mera atracción física para convertirse en una unión más espiritual, una búsqueda de la belleza a través de la pintura. 
 
De este modo, el estudio del pintor se convierte en el principal escenario de la novela, permitiéndoles evadirse y disfrutar de su mutua compañía, ajenos por completo a la mundana rutina que había caracterizado a sus vidas hasta conocerse.

«Era una habitación ordenada, desprovista de la confusión de la vida cotidiana. Parecía distinta al resto de la casa, como si estuviera en otra casa completamente diferente. Cuando la puerta estaba cerrada, debía de resultar difícil oír los gritos de los niños, el tintineo de las llaves de Catharina o el ruido de nuestras escobas»

En ese lugar, el lector tendrá la oportunidad de conocer la evolución de los cuadros de Vermeer: la elección de la temática, la disposición de la modelo (o modelos) y los elementos que figuraran, la obtención de los colores, las posteriores modificaciones… Cada lienzo en blanco es la promesa de una obra de arte, la captura de un instante único a través de la pintura que, aunque siempre utilice los mismos materiales o técnicas, trasciende en el tiempo y a las personas que en su momento lo contemplaron por primera vez con una admiración no muy diferente a la actual. 
 
Al mismo tiempo que aprendemos los secretos del pintor holandés, el proceso de maduración de Griet se convierte en propio gracias a los diálogos con su señor, que nos permiten observar lo que nos rodea a través de los ojos del artista, convirtiendo lo mundano en algo inusitado, provistos de una belleza que hasta ese momento ignorábamos demostrando lo que decía un proverbio árabe: «Los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego y un corazón cerrado». 
 
En este sentido, uno de los fragmentos más hermosos del libro es el fascinante descubrimiento de Griet sobre las nubes y su auténtico color. 
 
«-¿De qué color son esas nubes?
-Blancas, señor.

Él arqueó las cejas ligeramente.

-¿Seguro? (…) Vamos, Griet, puedes hacerlo mejor. Piensa en tus verduras.

- ¿Mis verduras, señor?

-Piensa en cómo separabas las blancas. Los nabos y las cebollas… ¿son del mismo color blanco?

De repente, lo entendía.

-No. Los nabos también tienen verde, y las cebollas amarillo.

-Exacto. Y ahora, ¿qué colores ves en esas nubes?

- Tienen algo de azul-dije, tras observarlas unos minutos-. Y… amarillo también. ¡Y tienen algo de verde!»

Tracy Chevalier consigue un lenguaje verdaderamente pictórico, cada frase se convierte en una pincelada sobre la hoja en blanco realizada con pulso firme para dibujar un cuadro perfecto en su composición y acabado. La visualidad de su prosa estimula nuestros sentidos con cada oración construida para este propósito, pues la autora es consciente de la importancia de las descripciones, no solo para recrear en la imaginación del lector algunos de los cuadros más conocidos de Vermeer, sino también el contexto en el que se desarrolla la trama y el resto de personajes que interceden. 
 
Es cierto que la joven de la perla es la protagonista por excelencia, tal y como demuestra la elección de una narración en primera persona, pero Tracy Chevalier no pretende que Griet disponga de toda la atención del lector. A pesar de que el cuadro original carezca de un fondo, la autora es consciente de que hubo otras personas, aparte del artista y la modelo, que pudieron influir en su creación. De ahí la importancia de los personajes secundarios que incluyen desde Catharina, quien se siente frustrada ante su incapacidad para comprender a su esposo y padre sus hijos; Maria Things, una mujer inteligente y manipuladora quien debe asumir los roles que su yerno y su propia hija reniegan por egoísmo y orgullo; o Taneke, ama de llaves del hogar, que percibe a Griet como una amenaza, no por su belleza o juventud, sino por su inteligencia. Resulta llamativo comprobar esta predominancia de personajes femeninos durante toda la historia en detrimento de los masculinos. Nuevamente, Tracy Chevalier exalta la figura de la mujer en una época donde su roles estaban limitados a esposa, madre, ama de casa y similares, proporcionándoles un mayor protagonismo a través de sus personalidad y conflictos mucho más complejos de los exhibidos por los hombres de la novela, como Van Ruijiven y su comportamiento lujurioso.

Esta excesiva estigmatización del sexo contrario y la insistencia de la autora en remarcar el conflicto entre protestantes y católicos son los únicos aspectos negativos de una novela destacable por la sobriedad de su planteamiento, la sutil belleza de su prosa y la irremediable atracción que ejercen sus personajes sobre el lector. Tras concluirlo, resulta imposible volver a contemplar «La joven de la perla» con los mismos ojos y es que, como dice la propia Griet, «puede que no contara ninguna historia, pero aun así era un cuadro que uno no podía parar de mirar».

Mari Carmen Horcas López

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