miércoles, 13 de marzo de 2013

Crónica de un despertar

Es la hora en la que el barrio de los pescadores todavía duerme. Los pocos automóviles que se aventuran a recorrer el perímetro del puerto no han ocupado su papel en la escena, y solamente en algunas de las casas se observa un humillo que se eleva por encima de los tejados.

Voy caminando por camino de tierra bordeado de adelfas de colores varios. Voy en busca del mar que espera mi llegada con la ansiedad de cada día. Paralela a mi paseo la gran explanada de Menera me saluda con sus ocres y me invita al aislamiento.

Hace frío, y algunos hombres acaban de cruzarse en mi camino llevando sus cañas y nasas. No han reparado en mi presencia a estas horas tempranas ni yo he intentado acercamiento alguno hacia ellos. Sus caras me resultan conocidas pero no podría decir por qué razón. Un perrillo negro les sigue de cerca; se dirigen al muelle sur mientras comentan algo sobre el viejo mercante anclado desde el final de la contienda, y sus voces se pierden al rebasar la última curva del camino.

Aligero mis pasos para acudir puntualmente a mi cita y contemplar el despertar del sol por encima del delta. Como cada mañana, el viejo faro apagará su luz y dará paso a la claridad amiga. Él tampoco falta al encuentro. A pesar de los cambios efectuados en el entorno y de que otras candelas iluminan los amarres del nuevo puerto, permanece ahí, erguido y desafiando al tiempo con la arrogancia de antaño.

Dejo atrás las dunas y la premura, y me dirijo, ahora ya con paso sereno y hundiendo mis pies en la arena, hasta las rocas del espigón. Respiro hondo mientras dirijo la mirada hacia la loma, principio y fin de la sierra y, adivinando sus contornos amurallados, me despojo de todo atuendo comenzando por el calzado y finalizando el ritual por mis prendas íntimas, de las que las olas se apropian disimuladamente.

El disco solar no tarda en llegar; se asoma desde la desembocadura de un Palancia que perece cauce arriba amordazado por la presa. El alba no viene sola, la acompaña el poeta que, con sus versos, va tiñendo de oro las aguas. La música se suma al diálogo: es el susurro del viejo mar en su acariciar constante sobre las erosionadas rocas en la base del espigón.

Las primeras aves se aproximan siguiendo la estela del último carguero, en busca quizá del sustento; mientras, la actividad portuaria avisa de una nueva jornada. Las calles se visten ya de gente que va y viene ajena a mi bautismo en los azules de mi mar que pronuncia mi nombre desde el horizonte, y los pescadores regresan tras su expolio portando llenas las cestas y vacías las palabras. A su lado, un perrillo negro camina rezagado y yo me crezco cuando uno de los hombres me mira sin verme, en mi regreso, por el camino bordeado de adelfas de colores varios. En la explanada de Menera los ocres han desaparecido bajo el asfalto y los vehículos se amontonan estacionados. 
 
Atrás se queda mi mar y, con él, mi despertar. Poco a poco me adentro en la ciudad que no me respira. A mi lado, un perrillo negro camina y mueve su cola. Desde el etéreo de mi cuerpo, yo lo miro, y le sonrío.

Lola Estal
Fotografía de Ismael Murria Estal 

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