sábado, 12 de enero de 2013

El olvido de la carne se llama cicatriz

Rubén Castillo Gallego
Galatea de las esferas
Gollarín, 2012


Los lectores de estos Acantilados saben de mi devoción por la narrativa de Rubén Castillo, de mi fervor por una de sus novelas: "Las grietas del infierno"; posiblemente la única que me hubiese gustado escribir a mí (como le hubiese gustado a García Márquez escribir "La casa de las bellas durmientes", de Yasuri Kawabata), de mi respeto hacia su capacidad de crear personajes de una profundidad, de una complejidad, que no tenemos más remedio que amarlos, u odiarlos, pero que no nos dejarán impasibles. Por que eso también lo hace con maestría el autor blanqueño: que sea el lector quien enjuicie los hechos que rodean, de los que son protagonistas, sus personajes.

Enrique Saorín, conserje de instituto- un ambiente donde Rubén se mueve como pez en el agua- decide escribir la novela que le hará ganar el premio Nadal, algo que se prometió en su juventud, y él siempre cumple lo que promete.

Decide por tanto, encerrado en el Instituto donde trabaja, escribir su diario-novela, la misma que nosotros leemos mientras él la escribe, en siete sesiones, como esas partículas que son capaces de estar en dos lugares a la vez, al mismo ritmo que Enrique escribe, nosotros leemos.

Como además, Enrique se compromete a escribir la verdad, sabremos de sus relaciones familiares con su padre, con su tío, con su anulada madre a la que se le olvidó felicitarle su primer cumpleaños fuera de casa, de sus amores frustrados, sus sueños rotos y su caótica existencia... Incluso que todo comenzó aquél lejano 11 de mayo, escuchando la radio, a punto de cambiar de emisora, con estas palabras de Salvador Dalí: "nunca me he drogado, porque yo soy la droga".

Eso cambiaría su vida, cambió su vida- nos escribe Enrique- porque le avergonzaba "cursar estudios en una universidad española y desconocer la obra de uno de los pintores más universales que había dado España en el siglo XX" (pag. 85).

Y, buscando entre libros y más libros, llegó a Galatea. "Aquel cuadro me perturbó y me mantuvo hechizado durante una porción de tiempo que no sabría medir" (pag. 86). Entonces lo comprendió, comprendió que "necesitaba a Galatea".

No creo que ningún lector pueda quedar ajeno a la fuerza narrativa de Rubén Castillo, y a sus metáforas, a esa poesía con la que adorna sus renglones. Una vez me comentó que respetaba tanto la poesía que no osaba escribir un poema, y yo suelo encontrar muchos en su narrativa, ya les gustaría a consagrados poetas poderlo hacer como él. Os recomiendo, desconocidos lectores, leer despacio las páginas 13,14 y 15, por ejemplo.

Galatea de las esferas, lo sé, requerirá otras lecturas en el futuro, porque cuando se lee una obra como esta, es imposible no volver a ella más de una vez.

Francisco Javier Illán Vivas

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