La vida transcurre entre lanas y
un viejo telar heredado de su madre. Desde sus primeros años aprendió a
distinguir entre las abundantes madejas de distintos tonos que llegaban a la
tienda, traídas de las tierras del altiplano, las que más se ajustaban a los
deseos de su abuela, escogiendo según tamaño matiz o suavidad.
Más tarde cuando su abuela le
pedía ayuda para devanarlas ella corría a su lado sonriendo, le gustaba
extender sus brazos, meterlos dentro de las madejas y moverlos balanceando su cuerpo de uno a otro lado
dejándose mecer en una danza ancestral de derecha a izquierda, de izquierda a
derecha, para facilitar de esta manera la labor de su abuela que iba enrollando
la lana en grandes ovillos mientras tarareaba alegres canciones.
Nunca se cansaba de aquel juego
que las mantenía unidas como un mágico cordón umbilical.
Una vez separados por grosores
iba depositando los ovillos en grandes cestos de mimbre para observar después
con sus enormes ojos de color chocolate, cómo su abuela trenzaba las hebras con
destreza hasta convertirlas en confortables prendas de vivos colores.
Así habían pasado los años y
antes de darse cuenta, era ella la que sentada al telar escogía los ovillos de
lana para tejer las pequeñas prendas destinadas a abastecer la demanda de los
habitantes del pueblo, incluyendo a los niños de la vieja Casona situada frente
a su puerta, al otro lado de la calle, que columpiaba sus brazos de sauce tras
la verja del jardín.
Cada vez eran más los niños
abandonados en la puerta del antiguo edificio, la escasez de alimentos y la
penuria que atravesaba el país inducía a las buenas gentes a llevarles allí con
el propósito de ofrecerles la oportunidad de conseguir una vida mejor en un
lugar donde al menos el sustento y los cuidados básicos no les faltaran.
Guillermina trabajaba estos días
sin parar, era imprescindible que terminara las
piezas necesarias para que, además de protegerles del viento del invierno,
el día de Navidad, los pequeños de la Casona tuvieran cada uno de ellos su
regalo especial.
De reojo veía pegadas al cristal
de su escaparate las caritas de los niños observando con curiosidad cómo las
madejas se iban transformando en hermosos gorritos, manoplas y bufandas
mientras se frotaban las manos echándose el aliento en ellas para calentarlas
un poco.
Ellos sabían que la bruja de la
lana, así llamaban en el pueblo a Guillermina, tenía muy mal carácter y que no
le gustaba que los niños se acercaran por su taller, aun así, remoloneaban por
los alrededores con la secreta esperanza de poseer algún día una de aquellas
ropas calentitas que les protegieran del frío helador.
Guillermina trabajaba en su telar
mirando a los chiquillos sin que ellos se apercibieran,
Ya sabía ella que le bastaría con
levantar los ojos para que desaparecieran de golpe, como una bandada de
pajarillos asustados que emprende el vuelo.
También sabía que la llamaban
bruja, su melena blanca, la nariz aguileña y la barbilla pronunciada la
asemejaba a las ilustraciones de las brujas malvadas de los cuentos y cuando se
enfadaba frunciendo el ceño con ojos maliciosos era el vivo retrato de la Bruja
de las Nieves, protagonista del cuento que todos los niños del pueblo leían de
generación en generación con una mezcla de atracción y miedo, uno de los
cuentos que más les aterrorizaba que sin embargo y quizás por ese mismo motivo
era uno de los más populares.
A Guillermina no le importaba en
absoluto, porque desde que toda su
familia murió en aquel terrible accidente, le habían quedado pocas palabras
para compartir con los demás.
Cuando le dieron la noticia y
supo que ella era la única superviviente, se guardó como un tesoro cada
conversación, cada risa, cada momento compartido, enfiló el camino del taller
que transformó en vivienda y allí se quedó tejiendo lana y recuerdos, volcando
todo su amor en las más dulces y confortables prendas que nadie hubiera usado
jamás.
Los habitantes del pueblo sabían
que en las semanas próximas a la Navidad no podían hacerle ningún encargo. Esos
días estaban reservados.
Guillermina tejía sin descanso
volcada sobre el telar. Una vez terminadas las prendas las iba apilando en
montones sobre la mesa de madera, después las envolvía en papeles blancos de
seda que ceñía con bandas irisadas.
Dependiendo de a quién iba
dedicado el obsequio, de los años que tuviera y por supuesto diferenciando si
la prenda era para un niño o una niña, la cinta era más ancha o estrecha,
aterciopelada o dura, de tintes suaves o de brillantes tonos encendidos.
Todo ello requería de un gran
esfuerzo y una gran concentración por su parte para no dejar sin regalo a
ninguno de los pequeños habitantes de la Casona, ése era el motivo de que no
quisiera atender en los días previos a las Fiestas ningún otro tipo de
encargo.
Fijándose un poco, llamaba la
atención que los dibujos bordados en lana blanca y gruesa entrelazada con otras
de vivos colores contaban la misma historia, una y otra vez, recreada de mil
maneras distintas.
En estos dibujos se podía ver el
hogar al que Guillermina había pertenecido durante años y que desapareció en
una noche aciaga. Era su inconsciente el que manejaba el telar, su manera
instintiva de permanecer en él junto a todos los que se habían ido.
Centrada como estaba en su
trabajo no se dio cuenta de que Diego como cada día se había colado de
puntillas y estaba detrás de uno de los cestos observando fijamente cada uno de
los bordados.
Poco a poco se fue acercando a
Guillermina. Ante sus ojos se desarrollaban las escenas que tanto le
fascinaban, los niños cogidos de la mano, el bosque, los pájaros, la casita de
madera y ladrillo con la chimenea humeante…
Diego soñaba con ser él uno de
esos niños, en su imaginación se introducía en el bosque, caminaba bajo los
árboles vestidos de blanco y llegaba por el sendero cubierto de nieve a la casa
de tejas rojas, donde al abrir la puerta la abuelita que nunca había conocido
le ofrecía una gran sonrisa precursora del abrazo que le oprimía hasta casi
asfixiarle.
En ese punto Guillermina
descubrió a Diego que se había acercado más que nunca sin darse cuenta, absorto
como estaba en su ensoñación.
Mirándole de arriba abajo por
encima de las gafas le preguntó con gesto enfadado.
—¿Se puede saber quién eres tú y
qué haces aquí?
A Diego apenas si le salió un
hilo de voz para contestar.
— Estoy viendo las historias.
Guillermina se quedó
absolutamente perpleja.
—¿Qué historias, niño? ¿Qué
tonterías estás diciendo? Aquí no hay ninguna historia, esto son jerséis y
prendas de abrigo para el frío —Dijo mientras observaba al pequeño con
suspicacia.
Diego no es alto ni bajo, tiene
un cuerpecillo menudo delgado y fuerte acostumbrado a enfrentarse al viento,
sortear arroyos y subir a los árboles para desde lo más alto mirar el horizonte
que se extiende en rayas de colores hasta el infinito, de su cara sobresalen los ojos despiertos e
inquisitivos enmarcados por el flequillo que cae rebelde sobre la frente
Guillermina nunca había sido
consciente de que sus manos al entrelazar lanas contaban historias. Buscó
extrañada lo que Diego le señalaba extendiendo el brazo hacia las prendas
colgadas en la pared.
Al fijar la vista en ellas lo vio
con claridad ¡Era cierto! Allí estaba narrada su historia, la historia de los
tiempos felices.
Observó con detenimiento las
ilustraciones y encontró en ellas a los niños jugando en un corro interminable,
la casa con las ventanas de madera abiertas al sol desde dónde la madre les
llamaba para la merienda y la vieja mecedora donde ella se sentaba para
relatarles historias de duendes y princesas de príncipes y dragones y de niños
que se perdían en el bosque para volver después de muchas aventuras al refugio
de sus brazos.
Con una expresión soñadora buscó
los bordados deteniéndose en cada uno , allí estaban, vivos, cogidos de su
mano, dispuestos a escuchar de nuevo sus cuentos al amor de la lumbre, como
cuando cada Navidad ellos la visitaban junto a sus padres.
Una lágrima se deslizó por sus
mejillas, Diego se acercó y le acarició la cara con mucho cuidado y un poquitín
de miedo.
—¿Por qué lloras? Tus dibujos son
muy bonitos. Tienes que estar contenta, ya me gustaría a mí tener una familia
como esa.
Guillermina
enjugó sus lágrimas y esbozó la mueca de una sonrisa. Hacía tanto tiempo que no
reía…
—
¿A ti te gustan? ¿Te parecen bonitos? —Le preguntó con voz velada.
Diego movió la cabeza arriba y
abajo asintiendo con entusiasmo.
—¿Que si me gustan? ¡Me gustan
mucho! ¡Un montón! Todos los días vengo a mirarlos cuando terminan las clases.
—Y
¿por qué haces eso? —Inquirió la anciana con curiosidad.
Diego
no dudó ni un segundo la respuesta.
—Porque
me gusta tu bosque y tu casa y porque además yo querría ser uno de los niños
que va de tu mano, para después de cenar juntos sentarme a tu lado y que me
contaras cuentos antes de irme a dormir.
Guillermina
no daba crédito a lo que oía, cómo podía aquel niño saber lo que había sido su
vida.
—¿Cómo
te llamas? —Le preguntó.
—
Yo me llamo Diego.
—¿Y
dónde vives?
—Ahí
enfrente.
Guillermina
miró el sombrío edificio reflejado en el cristal de su escaparate.
—¿Desde
cuándo estás allí?
—No
sé… desde que yo recuerdo siempre he vivido ahí.
—Y….
¿A ti… te gustaría… vivir conmigo?
Casi
antes de terminar de decir estas palabras que habían brotado inexplicablemente
en un impulso espontáneo, Guillermina se estaba arrepintiendo de haberlas
dicho. ¡Qué locura se le estaba ocurriendo! Al mismo tiempo el rescoldo de la
esperanza empezaba a crepitar con chispitas de calor en su corazón.
—¿Qué
si me gustaría vivir contigo? ¡Pues claro que sí! —Dijo Diego pegando un
respingo.
—Tú
eres la abuelita del bosque y a mí me gustaría mucho, mucho, vivir contigo.
Guillermina se quedó pensativa
rozándose la cara y escrutándole fijamente le dijo.
—Entonces si tú quieres, yo lo
voy a solucionar para que lo antes posible puedas vivir conmigo.
Diego sonrió con toda la cara y
con los ojos y con el cuerpo, todo él era una gran sonrisa y sin dejar de
mirarla se cogió de la mano de Guillermina.
Esa misma tarde habló con Don
Julián, el director de la Casona, no era ella mujer de dejar las cosas para
mañana, el director después de escuchar atentamente a la anciana decidió que a
pesar de lo que decían los vecinos sobre la locura de la vieja que tejía lanas,
la única enfermedad que tenía aquella pobre mujer era soledad y angustia y la
mejor cura sería volver a vivir con un objetivo, cuidar del nietecito que la
vida había puesto como un regalo en su camino sin duda lo sería.
Nadie mejor que ella sabría
hacerlo, ya lo había hecho durante muchos años cuando su fuerza cariño y
entrega fueron el mayor soporte para su familia.
Sin vacilar lo más mínimo puso
mano a la obra y arregló con mucho gusto los papeles para que Diego pudiera
vivir a partir de ese mismo día con Guillermina.
Era la ventaja de residir en un pueblo
pequeño, no tenía que pedir permiso a nadie para hacer los trámites que dejó
listos sellados y rubricados esa misma tarde, consultó el calendario antes de
poner la fecha, veintitrés de Diciembre, un buen día se dijo a sí mismo para
comenzar una nueva vida.
Con un gesto formal le dio la
pequeña carpeta de cartón rojo diciéndole con voz ceremoniosa mientras le
guiñaba un ojo para enmascarar la emoción que pugnaba por aparecer.
—Aquí tiene usted Guillermina los
papeles que la acreditan como tutora legal del niño, ningún inconveniente hay
pues para que Diego recoja sus cosas y se traslade cuando usted quiera a vivir
a su casa.
Esas Navidades fueron las mejores
para ambos desde hacía mucho, mucho tiempo.
Guillermina volvió a habilitar la
casa del bosque donde se mudó con Diego y el día de Reyes entre los dos
repartieron como todos los años a los niños del orfanato las prendas de lana
blanca y esponjosa donde se podía ver un nuevo bordado, la abuela de la lana en
su mecedora al lado del fuego narrando historias al niño del flequillo rebelde
que sentado a su lado la miraba sonriente.
Desde entonces todas las tardes
al terminar el cole, los chiquillos corren a escuchar las aventuras que les
cuenta Guillermina con Diego sentado en su regazo y aunque la siguen llamando
la bruja de la lana ninguno le tiene miedo y todos los años esperan ansiosos la
Navidad para tener los más bellos y confortables cuentos ilustrados con lana
que además de abrigar sus cuerpecitos llenan de alegría sus corazones.