«El
desgarro de mí mismo
y
de todo lo que me rodea
me
impulsó a entrar en la abstracción…»
Hôlderlin.
Clímaco se sentó en el taburete
de cuero y lo recostó contra la pared haciendo fuerza con la espalda. Puso los
dos pies sobre el travesaño inferior, echó la cabeza hacia atrás, bostezó
abriendo la boca hasta más no poder, delatando el insomnio, e intentó controlar
la agitación de sus piernas, sin éxito. Todos sus movimientos eran lentos y
escasos de fortaleza.
Su rostro, que se había vuelto
severo y enjuto, se encendía y apagaba al compás del titilar parsimonioso de
los bombillitos de colores que afloraban del árbol de navidad apostado en un
rincón de la sala. Igual que el pequeño pesebre ubicado al costado derecho de
su posición y el resto del decorado decembrino. La luz eléctrica, proveniente
de la calle, tocaba las blancas cortinas de las dos ventanas logrando resaltar
en cada una los pliegues que iban de arriba a abajo. Y en los instantes de
oscuridad que concedía el alumbrado interno, se veían como dos grandes faroles
cuadriformes.
La calma que reinaba en toda la
casa era apenas perturbada por el ruido ahogado de la nevera que estaba en la
cocina. Y, a veces, por el rumor metálico de las motocicletas que pasaban
cerca. Clímaco parecía no ser consciente de nada, sentado en su taburete como
un bulto. Apenas sintió ganas, sacó el tabaco que tenía en el bolsillo de la
camisa, se lo puso en los labios, y no paró de girarlo de un lado a otro con la
yema de sus dedos índice y pulgar, como era su costumbre, hasta que el fuego de
su yesquera no hubo quemado bien la punta. A poco, el humo que expiraba en
cantidad extrema alcanzó la forma de un nubarrón, como de tormenta, que ocultó
por completo el cielorraso. Pero él no se percató de nada hasta que hubo
amanecido. Todo encima de su cabeza se había vuelto invisible.
Entonces prendió el abanico
eléctrico que estaba pegado a la pared, a su alcance, para que el viento de sus
aspas con apariencia de omoplato esparciera el problema. Y en cuanto el lugar
retomó su apariencia inicial, lo apagó. En adelante procuró no expeler tanto humo
para no repetir la historia, pues era consciente del enojo que le causaría a su
hija Elodia si llegaba a darse cuenta.
Kaiser, el perro de casa, que
dormía enroscado cerca de la puerta de calle sobre la baldosa misma, a la que
se había acostumbrado sin remedio debido a que le parecía más fresco que los
cartones que le ponía Elodia, también se hizo visible a la luz del día. Clímaco
lo vio entreabrir los ojos y mover la cola, pero no le hizo ningún llamado para
que se levantara y fuera hasta él para acariciarlo, como todos los días, por lo
que el perro continuó en su puesto tranquilamente.
Siendo las seis de la mañana la
puerta del cuarto de enfrente se abrió. Por ella apareció Elodia, precisamente,
acompañada de Naudet, su hijo, quienes no se sorprendieron de encontrarlo
despierto porque desde que volvieron a convivir con él tras la separación de
ella de su marido, el padre del niño, jamás ha sido de otra forma. Lo que si
les llamó la atención es que no estuviera sentado afuera en la terraza, como lo
venía haciendo. Mas no averiguaron nada. El humo del tabaco les hizo toser a
ambos.
—Buenos días, papá —dijo Elodia.
—Hola, abuelo —saludó el niño.
Clímaco guardó silencio. Elodia
hizo lo posible por no renegar de su conducta, que se le había vuelto habitual
desde hace seis meses pero no se aguantó. «Papá, es navidad. Cambia esa cara»,
le dijo. Mas el viejo ni se inmutó. La luz del día ya era lo suficientemente
fuerte para iluminar por entero la sala. Sin embargo, Elodia determinó correr
las cortinas para que entrara también el aire fresco que tradicionalmente viene
con la época. A la sazón, las lucecitas del árbol de navidad se convirtieron en
diminutos puntos de colores que no producían ningún esplendor.
—Mira, abuelo, mi regalo de
navidad —saltó Naudet con entusiasmo, luego, mostrando lo que traía en las
manos.
El rostro de Clímaco no varió en
lo más mínimo al verlo. Tampoco cuando Elodia le extendió a continuación el
envoltorio de papel estampado con bastoncillos y bolitas de color rojo que su
hija Elodia quería entregarle.
— Ese el tuyo, papá —le dijo para
animarlo a que lo cogiera.
Pero Clímaco no se animó. Y ante
la insistencia de Elodia sus facciones secas y desencajadas cobraron mayor
reciedumbre. Ella tuvo claro entonces que ni siquiera la Navidad iba a ser
capaz de cambiarle aquella actitud de toro bravo con la que ha decidido
afrontar su nueva realidad. De todas maneras, quiso cumplir su deseo de darle
el obsequio y optó por colocárselo sobre las piernas.
—Es un pantalón —le dijo antes de
irse para la cocina, contrariada.
Elodia puso a hervir en la estufa
agua para el café instantáneo y luego se dio a la tarea de lavar los platos que
amanecieron sucios. Hasta allá llegó poco después el penetrante olor
característico que desprendía la hoja del tabaco que fumaba su padre y lo
sintió tan repugnante esta vez que le dieron ganas de vomitar.
Elodia lo miró con fiereza a
través de los calados de la cocina y amenazó con gritarle que se fuera al
demonio, no solo porque juzgaba indecente que inundará de aquel mal olor toda
la casa sino por el modo irreverente con que lo hacía, como si nada más
existiera él solo en el mundo. Pero se abstuvo, convencida de que no obtendría
de su parte la atención debida ni lograría que corrigiera su proceder. Se
dirigió mejor a su hijo Naudet que se había quedado en la sala y hacía rodar
bajo los pies de su abuelo, sin que este le diera la menor importancia, su
carrito de latón.
—Vete a jugar a la calle con tus
amigos —le gritó.
Naudet salió corriendo al
instante con su juguete nuevo en las manos. Elodia, antes de que alcanzara la
puerta de la calle, le exigió que lo cuidara mucho para que le pudiera durar
largo tiempo.
—Sí, mamá —gritó Naudet también.
Había en los ojos del niño
completa alegría porque el regalo de navidad era conforme a su gusto y cuando
lo mostró a sus amiguitos de cuadra hizo alarde de su bonitura. E
inmediatamente invitó a los que estaban más cerca para que lo tomaran en sus
manos y palparan la fortaleza del material con el que estaba fabricado y el
contraste considerable que había entre su tamaño y su peso. Pero se encargó
mayormente de que apreciaran el hecho de que contaba con un chofer en su
cabina. Naudet, que tiene cinco años, pero parece un muchacho de siete por su
estatura descollante, presumió de tal característica indicando que formaba
parte solo de los vehículos más modernos.
En cambio, en los ojos de Elodia
afloraba una aflicción enorme debido al avanzado deterioro anímico que acusaba
su padre esa mañana.
— No da señales de mejoría —le
dijo por celular a su prima Miriam, que había llamado desde la ciudad para
desearle una feliz navidad.
Y se desencantó más cuando la
pariente le informó que la cita médica que había solicitado para él, conforme a
su interés, se la habían dado pero para dentro de tres meses.
—Van a esperar que se muera para
atenderlo —ironizó Elodia.
Clímaco, cuyo ensimismamiento lo
hacía ver peor que una efigie de plaza pública, permaneció igual cuando Elodia
le reportó que había llamado Miriam y le había dejado su saludo de navidad y la
mala noticia de la lejana cita médica. Elodia, al borde del desespero, quiso ir
a zarandearlo y gritarle que reaccionara de una vez por todas, que ya estaba
bueno de estar de rodillas ante la cruda verdad, que era el momento de escapar
del cepo de la indiferencia y seguir adelante, que aceptara la voluntad de
Dios, que contara con su compañía para siempre, en fin, tantas cosas. Pero se
quedó quieta donde estaba, al reconocer de antemano que todo lo que pensaba ya
se lo había dicho antes y nada había logrado.
Al poco rato, Clímaco pareció ver
por la ventana algo en la calle, se sacó el tabaco de la boca y movió la testuz
de un lado a otro para precisarlo. Pero pronto retornó a su posición inicial y
a su tabaco, sin mostrar nada que indicara si lo que vio era lo que esperaba
ver o simplemente no pasó nada. Elodia coligió que pudo haber confundido a
alguien con el voceador de prensa que le vende a diario el periódico, cuya voz
anunciando «El Espectador de hoy» le debía estar pareciendo raro no escuchar
siendo ya hora de que así fuera. Por eso le habló para hacerle saber que por
ser feriado ese día no había periódicos.
A lo que Clímaco nada manifestó.
Elodia advirtió que el agua para
el café empezaba a burbujear de modo intenso y se precipitó a cerrar la llave
del gas propano de la estufa. Luego sirvió un poco en un pocillo y le echó una
cucharada de café granulado que revolvió hasta que consideró apropiado.
Enseguida se lo llevó a su padre. Clímaco, al mejor estilo de una roca, no se
dio por enterado de su presencia hasta que ella se rasgó la garganta, un
instante después de estar a su lado.
—Aquí está su tinto, papá —le
dijo, luego de ponerle el pocillo a su alcance.
Clímaco lo recibió sin ningún
aliento. Y Elodia se entristeció más al comprender que también estaba perdiendo
el gusto por su bebida favorita y se quedó ahí pendiente de que se lo tomara
por completo. Entre tanto, se puso analizar su semblante sombrío y descubrió
que los rasgos principales de su fisonomía habían desaparecido por completo y
ya poco se parecía a aquel hombre que existía antes de hacer tránsito a aquella
terrible inmutabilidad. Incluso, el cabello se le había vuelto totalmente
blanco al igual que los bellos que asomaban de su pecho y la barba que le
crecía cada día más, sin que le preocupara en lo más mínimo.
—Dame el pocillo —le pidió cuando
lo vio terminar el café.
Pero a pesar de tenerla a un
paso, Clímaco no le devolvió el recipiente directamente sino que lo sostuvo en
la mano hasta que ella comprendió que tenía que quitárselo. Al estar nuevamente
en la cocina, Elodia reanudó sus quehaceres domésticos pero sin dejar de
vigilar a su padre.
Un momento después quiso salir
volando en su auxilio al creer que había sufrido algún problema de salud grave,
tras detectar que el tabaco que fumaba se le iba cayendo poco a poco de sus
labios sin que él lo notara, pero se detuvo al percibir que solo estaba
adormilado. Más tardecito pensó lo mismo al ver posarse unas moscas en su
macilenta humanidad y no observar que hiciera algo para espantarlas. Pero esta
vez se fijó en su vientre y verificó que estaba respirando normalmente, justo
antes de ponerse en movimiento.
Más no pudo actuar del mismo modo
cuando la señora Cristina González y su esposo Juan Sierra, los vecinos de
cuadra, quienes se acercaron a saludarlo al ratico, exteriorizaron grande
angustia después de percatarse de que Clímaco no se daba cuenta de que le
estaban extendiendo sus manos abiertas. Elodia engañó a los dos viejos
diciéndoles que había amanecido así por cuenta de una droga muy fuerte que le
había suministrado en la madrugada para contrarrestar el insomnio. «Por las
madrugadas se pone como un pájaro recién enjaulado y me toca drogarlo», sumó a
su ficción para convencerlos.
Tras el escándalo, Clímaco
recobró el fuego de su tabaco, testigo de excepción de su metamorfosis, que se
había debilitado a causa de su adormilamiento, con una serie de aspiraciones
profundas que lograron sacarle chispas a la hoja. Luego exhaló con tal fuerza
hasta que todo a su alrededor quedó oscurecido con el humo que alcanzó
almacenar en sus pulmones y él mismo se hizo invisible por un momento. Elodia
le anunció al poco rato que el desayuno estaba listo en la mesa, pero al cabo
de unos minutos determinó ponérselo sobre las piernas también ante su fría
terquedad de no mover un solo dedo para nada.
En eso entró Naudet corriendo y
puso en manos de su abuelo una hoja de papel con pocas dobleces, sin dar tiempo
a que el viejo cayera en cuenta de lo que le entregaba. Y del mismo modo el
niño regresó a la calle. Elodia se puso roja al ver que su padre no se tomó el
trabajo de mirar que le había escrito su nieto. Decidió entonces arrebatarle el
papel de la mano para ver qué contenía y al enterarse de las palabras allí
consignadas por su hijo se dirigió a él.
— Dice que te quiere mucho —le
dijo─. ¿Quieres ver?
Pero Clímaco persistió en su
inmovilidad y silencio absoluto. Como presa del más misterioso encantamiento.
Elodia sollozó y guardó la hoja en uno de los bolsillos de su delantal blanco.
—Cómete el desayuno que se te va
enfriar —le exigió a continuación con evidente desaire.
Mientras veía el palpitar de la
mano de su padre tratando de poner en su boca el alimento, Elodia comprendió
que ya no podía continuar más así puesto que la esperanza de que su padre se
recuperara de su repentina e inaudita abstracción moría un poco más cada día.
Por lo visto nada le devolvería a Naudet al abuelo que jugaba con él en las
mañanas antes de partir a la escuela, ni aquel que le daba billetes para las
onces y por la noche monedas de quinientos para la alcancía. El que cada
principio de diciembre se unía alegre a armar el árbol de navidad y el 25 se
disfrazaba de papá Noel para entregarles los regalos de navidad y al que por
las tardes de cada domingo invitaba a toda la familia a comer helado para
satisfacer el antojo incontrolable de todos por los de chocolate. Ni al padre
grato que ella añoraba.
En gran medida, Elodia temía que
ese ser humano inolvidable era prácticamente imposible de rescatar. Las
palabras y las cantinelas que le diera al inicio de su cambio de personalidad
en su afán de ponerlo en alerta para que no dejara que las fuerzas extrañas que
lo habían invadido se apoderaran de él, no ha querido repetírselas porque está
visto que no logran nada. Lo único que gana terreno en su vida, según ve, es el
enflaquecimiento que ya ha logrado visibilizar sus costillas y hacerle
sobresalir los pómulos y caer los párpados. Desde el día en que se vaciaron sus
labios, semeja un cuerpo deshabitado, atrapado por una soledad que le aprieta
tanto como constrictor. O como si su alma hubiese partido despavorida y sin
rumbo fijo con tal de ponerse a salvo de la arrolladora vida real actual.
Naudet volvió de la calle
antecito de las ocho y media. Y antes de que llegara adonde su abuelo, Elodia
lo cogió del brazo sin decirle el por qué y lo jaló hasta el cuarto. Allá le
mintió diciéndole que el abuelo se había puesto feliz con su cartita y le pidió
que no lo molestara preguntándole algo al respecto porque ya no era necesario.
Con esto Elodia quería alejar de Naudet la curiosidad y el riesgo de que se
enterara de la triste verdad.
Después de desayunar, Clímaco se
quedó mirando al loro que repentinamente había volado hasta el pino de navidad
y se había puesto a picar de manera abusiva sus hojas de plástico y que luego
de saborearlas con su pequeña lengua las tiraba al piso. Aquel loro era el
mismo que en el pasado le enseñó a gritar ¡viva el partido conservador! para
burlarse de los militantes del partido contrario que cruzaban cerca de la casa
gritándole godo de mierda. Elodia apareció rato después y lo espantó para que
no siguiera haciendo daño y Clímaco por primera vez en la mañana pareció dar
señales de existencia al cerrar los ojos para evitar las cenizas de tabaco que
removió del piso el ave con su exasperado aleteo.
Por la ventana del cuarto, Naudet
vio a los pitirres que salieron volando del viejo caucho enraizado en todo el
frente de la puerta principal de la casa cuando un señor de la edad del abuelo
pasó debajo. Le dijo adiós con las manos, pero el anciano no se percató de
nada. Luego avistó a unos muchachos de mayor edad que venían hacia él jugando
con un balón de fútbol lustroso, que él supuso sería el regalo de navidad de
uno de ellos. Y vio también sentados en el piso de baldosas blancas y negras de
la casa de enfrente a las niñas de allí jugando con sus muñecas nuevas.
Se marchó de ahí cuando se le
hubo acabado la curiosidad. Se miró en el espejo rectangular del escaparate de
su madre que se encontraba a un costado de la puerta de salida y examinó su
cabello recién cortado al mejor estilo de un grumete y sintió algo de rabia
hacia su mamá por obligarlo a motilarse así. Sin que Elodia se diera cuenta
volvió a la calle.
Elodia se asomó por la misma
ventana un instante después para echarle un vistazo a Naudet, que no había
podido ver por estar ocupada en la cocina y con su padre. Pero no lo vio por
ningún lado.
—Que buen tiempo hace esta mañana
—murmuró, y se retiró de una vez.
De paso para la cocina, Elodia le
preguntó a su padre si no pensaba salir a la terraza. Y él, como si nada, se
hizo el desentendido nuevamente. Entonces le rogó que se bañara, reforzando
otra vez sus palabras con la mención de que era Navidad.
—La navidad que se joda — fue la
reacción de Clímaco, que por lo inesperada y bajo tono Elodia no la alcanzó a
captar bien y entendió como un simple gruñido.
Al mediodía el cielo se
ennegreció de pronto y a poco empezó a llover. Naudet reapareció en casa
jadeando y con el rastro de las primeras gotas en su ropa. Aunque no duró mucho
la lluvia logró suavizar la aridez de la calle y un agradable olor a tierra
mojada se regó por todo el sector. Naudet volvió a salir para seguir jugando
con su carrito sobre el nuevo suelo humedecido.
Aquella llovizna extemporánea se
convirtió en el tema de conversación entre los vecinos y Elodia misma no tuvo
reparo en mencionar su profunda extrañeza por el suceso natural a Cristina
González, durante la fragmentada charla que sostuvieron a través de la ventana
de su cuarto media hora más tarde.
—Que lluvia tan rara —aseguró
ella.
—Es lluvia de verano —le dijo la
señora González que conocía mejor los vaivenes del tiempo.
A la hora de la cena, todavía
entre oscuro y claro, Clímaco hizo lo mismo que había hecho el resto del día.
Comió ahí mismo donde estaba. Luego de cenar, se encerró silenciosamente en su
habitación, sin asearse ni nada, según su costumbre recién adquirida de
acostarse temprano. Elodia oyó después el crujir de las tablas de la cama al
recibir el despresado cuerpo de su padre y no tardó sucederle un silencio
enorme. De las últimas 182 noches esta era la primera en que caía como una
piedra y no se le oía el reclamo ¡Dios, llévame pronto! que pronuncia desde que
muriera su amada Gabriela de un cáncer en la misma cama.
Naudet se abrazó en aquel momento
a las piernas de su madre que estaba parada en la puerta de la habitación. Ella
sintió en sus muslos el latir de su corazoncito acelerado por el esfuerzo que
le imprimió a sus pasos para llegar a ella con la prontitud que le reclamó. Mas
no le dio importancia, pendiente como estaba pendiente de lo que pasaba
adentro.
Nadim Marmolejo Sevilla