Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

lunes, 28 de enero de 2019

Carta a un skin rojo, por Alberto Ibarrola Oyón


Si te dije la palabra criminal, fue porque yo te identificaba con posturas radicales y violentas que no compartía. Creía haber leído mucho, pero me había olvidado de que hay personas que entregan su vida por una causa justa. Yo lo había entendido antes, pero la locura proveniente de la injusticia había convertido mi memoria en un ente ridículo en tanto yo pensaba que había superado aquellos conceptos obsoletos del marxismo. Sin embargo, la pureza no me atraía y me convertí en un crítico de arte estúpido a la par que la cercanía de mujeres jóvenes y trabajadoras me desquiciaba aunque no hasta el punto de delinquir. La codicia, la ambición, la prepotencia, pero también el victimismo, la soledad y la falta de oportunidades habían anulado mi personalidad y, entonces, a mi pesar me enamoré de la soledad, aunque no del estudio por mucho que me jactase de leer buenos libros y buena literatura, sofisticada y bella. Antes de comprenderme, ya había renunciado a todo eso, pero seguía contaminando el aire que mis pulmones respiraban y seguía deseando conocer los placeres voluptuosos del sexo y el erotismo, aunque ciertamente ya los había conocido, insaciable y lascivo, si bien ahora comprendo que había sido corrompido no solo por la época y la cultura que me habían tocado vivir, sino por personas malintencionadas que buscaban perderme e infligirme un gran daño, como finalmente así fue, lo que se demostró cuando te insulté a ti, a un joven de mirada noble que buscaba la justicia y que no respondió a mi ofensa, algo que te honra, soldado de la justicia social. Lo único que pude entender en aquella época siniestra fue el concepto de valor, la valentía, el coraje, pero no el suficiente como para hacer amigos.
 
Tu mirada me lo dijo todo. Si portáis banderas españolas es porque habéis nacido en España, ¡qué duda cabe! Entiende que yo enarbole ahora una ikurriña, tras haber jurado fidelidad a la bandera española. No es algo incompatible. Yo pretendo ser un ciudadano leal, aunque es verdad que el Estado no se portó conmigo todo lo bien que yo habría esperado. Ahora ya da igual porque me he beneficiado ampliamente del Estado del bienestar, tengo estudios superiores, una buena situación y un afán por crear obras literarias de importancia, con tiempo libre suficiente para llevarlo a cabo y algo de dinero en mi haber. Quiero que me perdones. Necesito tu perdón. No puedo soportar la realidad de haber insultado a un skin rojo. Es algo que yo no puedo perdonarme. No puedo. Cada vez que me acuerdo de aquel error que cometí, me humillo constantemente, y no necesito ya más autodestrucción, aunque lo he hecho durante muchos años. La soberbia es una mala consejera. De ti lo aprendí. Cuando observé tu mirada y volví a mi ciudad, lo comprendí, supe que me había equivocado, pero mi soberbia me dijo:

―¡Da igual! Soy un soldado de la paz.

 No era un error excesivo, pero fue un error. Me refiero al insulto naturalmente. Tu mirada me ha hecho comprender muchas cosas. Por otra parte, ya no soy un ladrón aunque tampoco haya resarcido a aquellos a quienes robe cuando habían depositado en mí su confianza profesional. Y les fallé, tal vez, porque yo no podía dar más de mí, en tanto que había sido traicionado por todos y por todo, abandonado, humillado, condenado al más triste infortunio, a la pobreza más lacerante. Tengo que decirte, sin embargo, que aquellos trabajos en que no fui lo suficientemente íntegro, los desempeñé en la economía sumergida, no me dieron a firmar ningún tipo de contrato, ni gocé de cobertura legal alguna, ni de Seguridad Social, ni de nada, conque se podría aplicar aquello de “quien roba a un ladrón obtiene cien años de perdón”, pero comprendo que todo el mundo no lo ve así y que mis exjefes y sus amigos se sientan engañados, ofendidos y estafados.

No te voy a dar órdenes. No creo que sea justo acusar a las personas de ser dirigente de nada porque piensen. Pensando he llegado a la conclusión de que me equivoqué. Pensando en ti. Soy un hombre que se humilla constantemente porque un día en el metro de Madrid se equivocó gravemente. La soberbia. Perdí a todos mis amigos. Ya lo sé. Pero perdí mucho más. Me perdí a mí mismo. Desde entonces, carezco de honor, de honra, como un objeto viviente, sin poder decir cuál es mi postura o mi opinión al respecto. Pero ahora utilizo la palabra perdón. Quería justificarme ante ti, aunque me condenaras. Me decían que tus actos no conducían a nada. Por eso te insulté. Cuando uno de mis camaradas me reprochó mi ofensa, señalándome que me había metido con un skin rojo, debía haberme callado el “me da igual” porque yo en realidad estaba insultando a un nazi, a un cabeza rapada de extrema derecha, no sabía distinguir entre un skin nazi y uno normal. Como única disculpa, solo puedo argüir en mi favor que aquella era la primera vez que visité la capital del Estado. Aquello marcó mi existencia, pues desde entonces todas las voces han conspirado contra mi persona. Por mis muchos pecados, no había entendido todavía que el cristianismo nos enseña a perdonar. Pero perdonar de verdad, no solo renunciando a la venganza, sino olvidando con alegría, devolviendo bien por mal. Mi corazón estaba infectado del victimismo y del rencor, de la sensación de injusticia. Defecto mío. Mi carencia. El desequilibrio a mí me pertenecía.

Cuando vuelva a Madrid, pienso regalarte una imagen de la Virgen Inmaculada, aunque me insultes, no porque sea sadomasoquista, sino porque quiero perdonarme y no puedo. He llevado el pelo rapado durante diez años. Ya he salido de la reserva. Ya no soy un militar. ¡Menos mal! En tus ojos vi inteligencia y no me supe callar. Ya sabes que no me siento superior a nadie. Soy fuerte y soy un hombre joven. Me siento culpable. Me tenía que haber callado y he llorado lágrimas reales, no perlas de Arabia. Sara me dijo que era un hombre barragán. Sus besos así me lo confirmaron. Se lo agradeceré siempre. Yo he proclamado la perfección de sus senos, su belleza inigualable, su exquisita delicadez y finura. Al hacer el amor con ella, me ofreció una cantidad muy importante de dinero y yo la rechacé porque realmente estaba enamorado. Sin embargo, Cristina me acusó de haber cometido estupro. Impoluto soy en este asunto. Se cree mis mentiras y por eso me río solo.

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