Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

lunes, 24 de abril de 2017

El otro rostro de la Navidad, de Nadim Marmolejo Sevilla



«El desgarro de mí mismo
y de todo lo que me rodea
me impulsó a entrar en la abstracción…»

Hôlderlin.



Clímaco se sentó en el taburete de cuero y lo recostó contra la pared haciendo fuerza con la espalda. Puso los dos pies sobre el travesaño inferior, echó la cabeza hacia atrás, bostezó abriendo la boca hasta más no poder, delatando el insomnio, e intentó controlar la agitación de sus piernas, sin éxito. Todos sus movimientos eran lentos y escasos de fortaleza.
Su rostro, que se había vuelto severo y enjuto, se encendía y apagaba al compás del titilar parsimonioso de los bombillitos de colores que afloraban del árbol de navidad apostado en un rincón de la sala. Igual que el pequeño pesebre ubicado al costado derecho de su posición y el resto del decorado decembrino. La luz eléctrica, proveniente de la calle, tocaba las blancas cortinas de las dos ventanas logrando resaltar en cada una los pliegues que iban de arriba a abajo. Y en los instantes de oscuridad que concedía el alumbrado interno, se veían como dos grandes faroles cuadriformes.
La calma que reinaba en toda la casa era apenas perturbada por el ruido ahogado de la nevera que estaba en la cocina. Y, a veces, por el rumor metálico de las motocicletas que pasaban cerca. Clímaco parecía no ser consciente de nada, sentado en su taburete como un bulto. Apenas sintió ganas, sacó el tabaco que tenía en el bolsillo de la camisa, se lo puso en los labios, y no paró de girarlo de un lado a otro con la yema de sus dedos índice y pulgar, como era su costumbre, hasta que el fuego de su yesquera no hubo quemado bien la punta. A poco, el humo que expiraba en cantidad extrema alcanzó la forma de un nubarrón, como de tormenta, que ocultó por completo el cielorraso. Pero él no se percató de nada hasta que hubo amanecido. Todo encima de su cabeza se había vuelto invisible.
Entonces prendió el abanico eléctrico que estaba pegado a la pared, a su alcance, para que el viento de sus aspas con apariencia de omoplato esparciera el problema. Y en cuanto el lugar retomó su apariencia inicial, lo apagó. En adelante procuró no expeler tanto humo para no repetir la historia, pues era consciente del enojo que le causaría a su hija Elodia si llegaba a darse cuenta.
Kaiser, el perro de casa, que dormía enroscado cerca de la puerta de calle sobre la baldosa misma, a la que se había acostumbrado sin remedio debido a que le parecía más fresco que los cartones que le ponía Elodia, también se hizo visible a la luz del día. Clímaco lo vio entreabrir los ojos y mover la cola, pero no le hizo ningún llamado para que se levantara y fuera hasta él para acariciarlo, como todos los días, por lo que el perro continuó en su puesto tranquilamente.
Siendo las seis de la mañana la puerta del cuarto de enfrente se abrió. Por ella apareció Elodia, precisamente, acompañada de Naudet, su hijo, quienes no se sorprendieron de encontrarlo despierto porque desde que volvieron a convivir con él tras la separación de ella de su marido, el padre del niño, jamás ha sido de otra forma. Lo que si les llamó la atención es que no estuviera sentado afuera en la terraza, como lo venía haciendo. Mas no averiguaron nada. El humo del tabaco les hizo toser a ambos.
—Buenos días, papá —dijo Elodia.
—Hola, abuelo —saludó el niño.
Clímaco guardó silencio. Elodia hizo lo posible por no renegar de su conducta, que se le había vuelto habitual desde hace seis meses pero no se aguantó. «Papá, es navidad. Cambia esa cara», le dijo. Mas el viejo ni se inmutó. La luz del día ya era lo suficientemente fuerte para iluminar por entero la sala. Sin embargo, Elodia determinó correr las cortinas para que entrara también el aire fresco que tradicionalmente viene con la época. A la sazón, las lucecitas del árbol de navidad se convirtieron en diminutos puntos de colores que no producían ningún esplendor.
—Mira, abuelo, mi regalo de navidad —saltó Naudet con entusiasmo, luego, mostrando lo que traía en las manos.
El rostro de Clímaco no varió en lo más mínimo al verlo. Tampoco cuando Elodia le extendió a continuación el envoltorio de papel estampado con bastoncillos y bolitas de color rojo que su hija Elodia quería entregarle.
— Ese el tuyo, papá —le dijo para animarlo a que lo cogiera.
Pero Clímaco no se animó. Y ante la insistencia de Elodia sus facciones secas y desencajadas cobraron mayor reciedumbre. Ella tuvo claro entonces que ni siquiera la Navidad iba a ser capaz de cambiarle aquella actitud de toro bravo con la que ha decidido afrontar su nueva realidad. De todas maneras, quiso cumplir su deseo de darle el obsequio y optó por colocárselo sobre las piernas.
—Es un pantalón —le dijo antes de irse para la cocina, contrariada.
Elodia puso a hervir en la estufa agua para el café instantáneo y luego se dio a la tarea de lavar los platos que amanecieron sucios. Hasta allá llegó poco después el penetrante olor característico que desprendía la hoja del tabaco que fumaba su padre y lo sintió tan repugnante esta vez que le dieron ganas de vomitar.
Elodia lo miró con fiereza a través de los calados de la cocina y amenazó con gritarle que se fuera al demonio, no solo porque juzgaba indecente que inundará de aquel mal olor toda la casa sino por el modo irreverente con que lo hacía, como si nada más existiera él solo en el mundo. Pero se abstuvo, convencida de que no obtendría de su parte la atención debida ni lograría que corrigiera su proceder. Se dirigió mejor a su hijo Naudet que se había quedado en la sala y hacía rodar bajo los pies de su abuelo, sin que este le diera la menor importancia, su carrito de latón.
—Vete a jugar a la calle con tus amigos —le gritó.

Naudet salió corriendo al instante con su juguete nuevo en las manos. Elodia, antes de que alcanzara la puerta de la calle, le exigió que lo cuidara mucho para que le pudiera durar largo tiempo.
—Sí, mamá —gritó Naudet también.
Había en los ojos del niño completa alegría porque el regalo de navidad era conforme a su gusto y cuando lo mostró a sus amiguitos de cuadra hizo alarde de su bonitura. E inmediatamente invitó a los que estaban más cerca para que lo tomaran en sus manos y palparan la fortaleza del material con el que estaba fabricado y el contraste considerable que había entre su tamaño y su peso. Pero se encargó mayormente de que apreciaran el hecho de que contaba con un chofer en su cabina. Naudet, que tiene cinco años, pero parece un muchacho de siete por su estatura descollante, presumió de tal característica indicando que formaba parte solo de los vehículos más modernos.
En cambio, en los ojos de Elodia afloraba una aflicción enorme debido al avanzado deterioro anímico que acusaba su padre esa mañana.
— No da señales de mejoría —le dijo por celular a su prima Miriam, que había llamado desde la ciudad para desearle una feliz navidad.
Y se desencantó más cuando la pariente le informó que la cita médica que había solicitado para él, conforme a su interés, se la habían dado pero para dentro de tres meses.
—Van a esperar que se muera para atenderlo —ironizó Elodia.
Clímaco, cuyo ensimismamiento lo hacía ver peor que una efigie de plaza pública, permaneció igual cuando Elodia le reportó que había llamado Miriam y le había dejado su saludo de navidad y la mala noticia de la lejana cita médica. Elodia, al borde del desespero, quiso ir a zarandearlo y gritarle que reaccionara de una vez por todas, que ya estaba bueno de estar de rodillas ante la cruda verdad, que era el momento de escapar del cepo de la indiferencia y seguir adelante, que aceptara la voluntad de Dios, que contara con su compañía para siempre, en fin, tantas cosas. Pero se quedó quieta donde estaba, al reconocer de antemano que todo lo que pensaba ya se lo había dicho antes y nada había logrado.
Al poco rato, Clímaco pareció ver por la ventana algo en la calle, se sacó el tabaco de la boca y movió la testuz de un lado a otro para precisarlo. Pero pronto retornó a su posición inicial y a su tabaco, sin mostrar nada que indicara si lo que vio era lo que esperaba ver o simplemente no pasó nada. Elodia coligió que pudo haber confundido a alguien con el voceador de prensa que le vende a diario el periódico, cuya voz anunciando «El Espectador de hoy» le debía estar pareciendo raro no escuchar siendo ya hora de que así fuera. Por eso le habló para hacerle saber que por ser feriado ese día no había periódicos.
A lo que Clímaco nada manifestó.
Elodia advirtió que el agua para el café empezaba a burbujear de modo intenso y se precipitó a cerrar la llave del gas propano de la estufa. Luego sirvió un poco en un pocillo y le echó una cucharada de café granulado que revolvió hasta que consideró apropiado. Enseguida se lo llevó a su padre. Clímaco, al mejor estilo de una roca, no se dio por enterado de su presencia hasta que ella se rasgó la garganta, un instante después de estar a su lado.
—Aquí está su tinto, papá —le dijo, luego de ponerle el pocillo a su alcance.
Clímaco lo recibió sin ningún aliento. Y Elodia se entristeció más al comprender que también estaba perdiendo el gusto por su bebida favorita y se quedó ahí pendiente de que se lo tomara por completo. Entre tanto, se puso analizar su semblante sombrío y descubrió que los rasgos principales de su fisonomía habían desaparecido por completo y ya poco se parecía a aquel hombre que existía antes de hacer tránsito a aquella terrible inmutabilidad. Incluso, el cabello se le había vuelto totalmente blanco al igual que los bellos que asomaban de su pecho y la barba que le crecía cada día más, sin que le preocupara en lo más mínimo.
—Dame el pocillo —le pidió cuando lo vio terminar el café.
Pero a pesar de tenerla a un paso, Clímaco no le devolvió el recipiente directamente sino que lo sostuvo en la mano hasta que ella comprendió que tenía que quitárselo. Al estar nuevamente en la cocina, Elodia reanudó sus quehaceres domésticos pero sin dejar de vigilar a su padre.
Un momento después quiso salir volando en su auxilio al creer que había sufrido algún problema de salud grave, tras detectar que el tabaco que fumaba se le iba cayendo poco a poco de sus labios sin que él lo notara, pero se detuvo al percibir que solo estaba adormilado. Más tardecito pensó lo mismo al ver posarse unas moscas en su macilenta humanidad y no observar que hiciera algo para espantarlas. Pero esta vez se fijó en su vientre y verificó que estaba respirando normalmente, justo antes de ponerse en movimiento.
Más no pudo actuar del mismo modo cuando la señora Cristina González y su esposo Juan Sierra, los vecinos de cuadra, quienes se acercaron a saludarlo al ratico, exteriorizaron grande angustia después de percatarse de que Clímaco no se daba cuenta de que le estaban extendiendo sus manos abiertas. Elodia engañó a los dos viejos diciéndoles que había amanecido así por cuenta de una droga muy fuerte que le había suministrado en la madrugada para contrarrestar el insomnio. «Por las madrugadas se pone como un pájaro recién enjaulado y me toca drogarlo», sumó a su ficción para convencerlos.
Tras el escándalo, Clímaco recobró el fuego de su tabaco, testigo de excepción de su metamorfosis, que se había debilitado a causa de su adormilamiento, con una serie de aspiraciones profundas que lograron sacarle chispas a la hoja. Luego exhaló con tal fuerza hasta que todo a su alrededor quedó oscurecido con el humo que alcanzó almacenar en sus pulmones y él mismo se hizo invisible por un momento. Elodia le anunció al poco rato que el desayuno estaba listo en la mesa, pero al cabo de unos minutos determinó ponérselo sobre las piernas también ante su fría terquedad de no mover un solo dedo para nada.
En eso entró Naudet corriendo y puso en manos de su abuelo una hoja de papel con pocas dobleces, sin dar tiempo a que el viejo cayera en cuenta de lo que le entregaba. Y del mismo modo el niño regresó a la calle. Elodia se puso roja al ver que su padre no se tomó el trabajo de mirar que le había escrito su nieto. Decidió entonces arrebatarle el papel de la mano para ver qué contenía y al enterarse de las palabras allí consignadas por su hijo se dirigió a él.
— Dice que te quiere mucho —le dijo─. ¿Quieres ver?
Pero Clímaco persistió en su inmovilidad y silencio absoluto. Como presa del más misterioso encantamiento. Elodia sollozó y guardó la hoja en uno de los bolsillos de su delantal blanco.
—Cómete el desayuno que se te va enfriar —le exigió a continuación con evidente desaire.
Mientras veía el palpitar de la mano de su padre tratando de poner en su boca el alimento, Elodia comprendió que ya no podía continuar más así puesto que la esperanza de que su padre se recuperara de su repentina e inaudita abstracción moría un poco más cada día. Por lo visto nada le devolvería a Naudet al abuelo que jugaba con él en las mañanas antes de partir a la escuela, ni aquel que le daba billetes para las onces y por la noche monedas de quinientos para la alcancía. El que cada principio de diciembre se unía alegre a armar el árbol de navidad y el 25 se disfrazaba de papá Noel para entregarles los regalos de navidad y al que por las tardes de cada domingo invitaba a toda la familia a comer helado para satisfacer el antojo incontrolable de todos por los de chocolate. Ni al padre grato que ella añoraba.
En gran medida, Elodia temía que ese ser humano inolvidable era prácticamente imposible de rescatar. Las palabras y las cantinelas que le diera al inicio de su cambio de personalidad en su afán de ponerlo en alerta para que no dejara que las fuerzas extrañas que lo habían invadido se apoderaran de él, no ha querido repetírselas porque está visto que no logran nada. Lo único que gana terreno en su vida, según ve, es el enflaquecimiento que ya ha logrado visibilizar sus costillas y hacerle sobresalir los pómulos y caer los párpados. Desde el día en que se vaciaron sus labios, semeja un cuerpo deshabitado, atrapado por una soledad que le aprieta tanto como constrictor. O como si su alma hubiese partido despavorida y sin rumbo fijo con tal de ponerse a salvo de la arrolladora vida real actual.
Naudet volvió de la calle antecito de las ocho y media. Y antes de que llegara adonde su abuelo, Elodia lo cogió del brazo sin decirle el por qué y lo jaló hasta el cuarto. Allá le mintió diciéndole que el abuelo se había puesto feliz con su cartita y le pidió que no lo molestara preguntándole algo al respecto porque ya no era necesario. Con esto Elodia quería alejar de Naudet la curiosidad y el riesgo de que se enterara de la triste verdad.
Después de desayunar, Clímaco se quedó mirando al loro que repentinamente había volado hasta el pino de navidad y se había puesto a picar de manera abusiva sus hojas de plástico y que luego de saborearlas con su pequeña lengua las tiraba al piso. Aquel loro era el mismo que en el pasado le enseñó a gritar ¡viva el partido conservador! para burlarse de los militantes del partido contrario que cruzaban cerca de la casa gritándole godo de mierda. Elodia apareció rato después y lo espantó para que no siguiera haciendo daño y Clímaco por primera vez en la mañana pareció dar señales de existencia al cerrar los ojos para evitar las cenizas de tabaco que removió del piso el ave con su exasperado aleteo.
Por la ventana del cuarto, Naudet vio a los pitirres que salieron volando del viejo caucho enraizado en todo el frente de la puerta principal de la casa cuando un señor de la edad del abuelo pasó debajo. Le dijo adiós con las manos, pero el anciano no se percató de nada. Luego avistó a unos muchachos de mayor edad que venían hacia él jugando con un balón de fútbol lustroso, que él supuso sería el regalo de navidad de uno de ellos. Y vio también sentados en el piso de baldosas blancas y negras de la casa de enfrente a las niñas de allí jugando con sus muñecas nuevas.
Se marchó de ahí cuando se le hubo acabado la curiosidad. Se miró en el espejo rectangular del escaparate de su madre que se encontraba a un costado de la puerta de salida y examinó su cabello recién cortado al mejor estilo de un grumete y sintió algo de rabia hacia su mamá por obligarlo a motilarse así. Sin que Elodia se diera cuenta volvió a la calle.
Elodia se asomó por la misma ventana un instante después para echarle un vistazo a Naudet, que no había podido ver por estar ocupada en la cocina y con su padre. Pero no lo vio por ningún lado.
—Que buen tiempo hace esta mañana —murmuró, y se retiró de una vez.
De paso para la cocina, Elodia le preguntó a su padre si no pensaba salir a la terraza. Y él, como si nada, se hizo el desentendido nuevamente. Entonces le rogó que se bañara, reforzando otra vez sus palabras con la mención de que era Navidad.
—La navidad que se joda — fue la reacción de Clímaco, que por lo inesperada y bajo tono Elodia no la alcanzó a captar bien y entendió como un simple gruñido.
Al mediodía el cielo se ennegreció de pronto y a poco empezó a llover. Naudet reapareció en casa jadeando y con el rastro de las primeras gotas en su ropa. Aunque no duró mucho la lluvia logró suavizar la aridez de la calle y un agradable olor a tierra mojada se regó por todo el sector. Naudet volvió a salir para seguir jugando con su carrito sobre el nuevo suelo humedecido.
Aquella llovizna extemporánea se convirtió en el tema de conversación entre los vecinos y Elodia misma no tuvo reparo en mencionar su profunda extrañeza por el suceso natural a Cristina González, durante la fragmentada charla que sostuvieron a través de la ventana de su cuarto media hora más tarde.
—Que lluvia tan rara —aseguró ella.
—Es lluvia de verano —le dijo la señora González que conocía mejor los vaivenes del tiempo.
A la hora de la cena, todavía entre oscuro y claro, Clímaco hizo lo mismo que había hecho el resto del día. Comió ahí mismo donde estaba. Luego de cenar, se encerró silenciosamente en su habitación, sin asearse ni nada, según su costumbre recién adquirida de acostarse temprano. Elodia oyó después el crujir de las tablas de la cama al recibir el despresado cuerpo de su padre y no tardó sucederle un silencio enorme. De las últimas 182 noches esta era la primera en que caía como una piedra y no se le oía el reclamo ¡Dios, llévame pronto! que pronuncia desde que muriera su amada Gabriela de un cáncer en la misma cama.
Naudet se abrazó en aquel momento a las piernas de su madre que estaba parada en la puerta de la habitación. Ella sintió en sus muslos el latir de su corazoncito acelerado por el esfuerzo que le imprimió a sus pasos para llegar a ella con la prontitud que le reclamó. Mas no le dio importancia, pendiente como estaba pendiente de lo que pasaba adentro.


Nadim Marmolejo Sevilla

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