Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

lunes, 13 de febrero de 2017

Aquella extraña Navidad, de Joaquín Marías Corbalán Corbalán



A estas alturas de mi vida he olvidado muchas cosas, tantas, que parecen ser más de las que he aprendido. Los recuerdos pasan fugaces por mi mente, como efímeras mariposas de primavera. Algunas de ellas, nacen, se reproducen y mueren en un solo día, un solo día nuestro que para ellas es toda una vida.

A veces creo que algunos recuerdos son recreaciones de mi mente, algo que quise que pasara pero que quizás nunca llegó a pasar, en cambio otros sí que sucedieron, a pesar de que hubiera dado una parte de mi vida porque nunca hubiesen sido realidad.

Hay uno de ellos que flota en mi cabeza como la bruma que envuelve a un barco en alta mar, y lo hace aparecer y desaparecer según se desliza por el agua. Unas veces lo deja ver con toda su majestuosidad, otras, nos lo hace ver como un fantasma ante nuestros asombrados ojos, y algunas ni tan siquiera podemos adivinarlo, pero sabes que está ahí porque escuchas el ronco rumor de sus motores, o porque ves desde la costa a los albatros que siguen su rastro blanco en el agua salada, le acompañan unos cientos de metros despidiéndole de tierra, y después..., se vuelven dejándole solo con su rumbo y su estela. Los recuerdos…

Fue en Navidad, una fría y húmeda Navidad. Tenía 11 años, 75 menos que tengo ahora. Recuerdo que eran 11 porque fueron los mismos puntos que me dieron en la cabeza al saltar con la bicicleta desde el puente al río sobre el que pasaba el viejo y añorado tren de carbón, hó el olor del carbón quemado con su humo blanco, que entrañable sensación. El río en aquella ocasión, me mostraba burlón las piedras de su fondo sin agua, pensé que caería de pié y que seguiría dándole a los pedales.

Allí despedí irrevocablemente a mi Ángel, el que decía mi abuela que iba siempre conmigo para protegerme. Un Ángel no puede tener estos fallos, no puede descuidarse, para eso es un Ángel y por eso decidí seguir yo solo, conmigo mismo mi camino, aunque no sé si éste haría caso omiso de mi decisión y siguió conmigo en la sombra, después de todo era su misión. Creo que debió de hacerlo, de lo contrario no estaría contando esto hoy, si me guardáis el secreto os diré que creo haberle visto algunas veces, de reojo, cuando se descuida.

Cuando eres niño, los mayores te dicen cosas que no entiendes; después, con el paso de los años, sí. Cuando tenía cuatro años y preguntaba por mi abuelo, me decían que no podía verlo porque aún no había vuelto de la guerra, pero… ¿Qué era la guerra? 

A mis ocho años aún no había regresado, pero… ¿Cuánto tiempo dura una guerra?

Debían de gustarle mucho esas cosas, casi más que su familia. Pero yo le esperaba, cada mañana al abrir los ojos, iba corriendo a la chimenea donde se sentaba mi abuela, a ver si estaba allí. Estaba seguro de que un día iba a volver, cuando se cansara de esas batallas que no terminaban nunca, entonces me sentaría en sus rodillas y me contaría cosas que otros niños no sabían ni iban a saber jamás, solo yo. 

Sabéis, los abuelos nos quieren muchos, casi más que a sus propios hijos, o como poco de diferente manera. Según me hacía mayor le esperaba con más impaciencia.

Hacía mucho frío esa mañana de finales de Diciembre, en Murcia casi nunca nieva en invierno, yo me imaginaba una rosa roja surgiendo de la blanca nieve, tiempo después, en otros países llegué  a comprender que algunas veces los sueños se hacen realidad, vi esa rosa surgir de la nieve. Los cristales  enmarcados en la vieja madera de le ventana que los dividía en 4 rectángulos iguales, me dejaban ver un día gris, frío y gris. Me abrigue los pies con unos gruesos calcetines de lana hechos por mi abuela, ella sabía hacer esas cosas, y botas, tenía la ilusión de que nevara, en los cuentos siempre lo hacía.

Terminé de abrocharme el abrigo de paño y bajé los escalones de yeso que conducían a la planta baja, le dije a mi abuela que volvería antes de que regresaran mis padres, habían salido a hacer las últimas compras de Navidad para la cena de noche buena.

Recuerdo su mueca de inconformismo cuando le dije que iba a subir hasta lo más alto de la montaña para esperar al abuelo, sentí ensombrecerse su mirada y perderse en un frondoso bosque de recuerdos. 

Según fui haciéndome mayor, esa alta montaña fue decreciendo hasta convertirse en una colina.

Sentado sobre el caído tronco de un viejo y carcomido pino, que hacía las veces de refugio del viento unas, y de trinchera para resistir los ataques del enemigo de los barrios colindantes otra, esperé a que apareciera mi abuelo. Hacía nubes con el vaho  que producía el aire caliente de mi aliento al invadir de una forma provocada, el aire frio del exterior.

Rememoré las batallas ganadas al enemigo con mi espada de madera, “Excalibur” le llamaba. Cuantas bajas causé al invasor, o mejor, cuantos chichones mezclados con alaridos de guerra para ahuyentarlos montaña abajo.
Ensimismado en mis batallas y acurrucado al abrigo del frío en mi improvisado refugio, no le oí llegar. Era él, estaba igual que la foto de la mesilla de mi abuela. Se quedó mirándome con su sonrisa disimulada detrás de su blanca barba, me tendió sus brazos. Yo solo acerté a decir, ¿abuelo por qué has tardado tanto? Y corrí hacia él con los brazos también abiertos.

Ahora no soy capaz de recordar el tiempo que estuvimos abrazados, pero si sé que sentía su calor, su cariño, su fuerza.

Le pregunté si ya había terminado la guerra, tardó en contestar y cuando lo hizo, su voz me llenó de seguridad y confianza.

Las guerras no terminan nunca, solo se paran, se quedan dormidas, esperan en el tiempo a que alguien las despierte, yo espero que esta se duerma para siempre. Pero para que siga durmiendo, es necesario no hacer demasiado ruido.

Yo le escuchaba absorto, hablaba despacio, una densa neblina fue cayendo lentamente sobre la cima de mi montaña.

Quise saber cómo era la guerra, que poder tenía sobre las personas para retenerlos tanto tiempo lejos de sus familias, y que estos lo permitieran, me pasó el brazo por encima del hombro y me acurruqué junto a él.

Ya no sentía el frio de la mañana, ni me importaba no ver a través de la húmeda neblina, no temía perderme de vuelta a casa, mi abuelo conocía el camino.

Empezó a hablar en un tono triste, dijo que en la guerra que él estaba hacía frío, incluso en verano, todos los soldados tienen frío, frío en el alma y rabia en el corazón, pocos conocen la paz en las oscuras noches de los campos de batalla.

Cuando las balas y la metralla atraviesan tu cuerpo ya no sientes dolor, porque ese dolor de la carne solo dura un instante, que se hace eterno, pero son solo unos segundos de la vida que viene después, a continuación llega el dolor del alma, y ese ya no te abandona nunca hasta que lo asumes y pasas a formar parte del sueño eterno, pero hay una cosa que nunca olvidas, el amor de los que te quieren, eso siempre lo llevas como una bandera, es lo que te hace crecer, entonces deseas volver un momento para verlos, aunque sabes que un día los tendrás a tu lado para siempre. 

Hizo una pausa, yo no entendía algunas de las cosas que decía mi abuelo, pero aproveché para preguntarle si era por eso por lo que había tardado tanto, contestó que sí, que era por eso.

Me dijo que todavía no podía volver a casa, que aún era pronto para que nos reuniéramos con la abuela y con mis padres. Siguió hablándome de la guerra a pesar de mi insistencia porque bajáramos a casa. 

Algunas veces, continuó, cuando la añoranza y el dolor se hacen insoportables, cuando ya no aguantas más sin ver a la gente que has querido o que aún no has conocido, en ese sitio te dan un permiso para que les hagas una visita breve, yo pedí ese permiso para verte a ti, para que me conocieras, y aquí estoy.

Cuéntame algo más de esa guerra abuelo, le dije casi en un susurro, me miro y siguió hablando con su voz tranquila, pausada, como si el tiempo no existiera para él. 

Conocí a un soldado que fue herido en el frente, yo sabía que iba a morir y el también, se lamentaba de que no quería irse sin ver a su madre, pero de pronto sonrió y me dijo: ya no tengo miedo, me han dicho que me darán permiso para ir a verla, apretó fuerte mi mano y murió con una sonrisa que ni la misma muerte pudo borrar de su rostro.

Hasta que yo no visité ese lugar, no pude saber quién tenía que darle ese permiso, era el mismo que me lo ha dado a mí ahora. 

Le pregunté si estaba muy lejos ese lugar al que tenía que volver, tardó en contestar y cuando lo hizo fue con una voz dulce y pausada. Ese lugar está muy lejos y muy cerca, tan lejos que se necesita toda una vida para llegar , y tan cerca que puedes sentirlo dentro de tu corazón, el tiempo no cuenta cuando nos llevan allí, basta con un breve parpadeo de nuestros  ojos y ya habremos llegado, ¿Qué te parece si damos un corto paseo por el campo? Propuso poniéndose en pié con una agilidad inusual para su edad.  
            
Se había levantado la neblina, o al menos eso pensé yo, andábamos sin apenas sentir el camino bajo nuestros pies. Iba de la mano de mi abuelo, sus grandes dedos acostumbrados como estarían a disparar, no presentaban durezas, cubrían toda mi mano y lo hacían con suma delicadeza.

El tiempo se deslizaba como el silencioso reptar de una serpiente, sin dejarse sentir, caminábamos despacio, como dos viejos amigos caminan en complicidad con las sombras del camino, y esa misma penumbra de la fría tarde dejaba adivinar la parpadeante luz de las primeras estrellas.

El abuelo se detuvo a mirarlas, yo, siguiendo el camino de sus ojos, llegue hasta Sirio, en la constelación del Canis Major (Perro Mayor) a solo 8 años luz de mi abuelo y de mi, algunas noches las estrellas se agrupan y nos hacen llegar su luz como miles de luciérnagas entonando su melodía de amor, como nubes de mariposas puestas ahí por el Gran Padre Azul para alumbrar al caminante durante la sibilina noche.

Están muy lejos, demasiado lejos para alcanzarlas desde aquí, decía señalándolas con el dedo, no podemos llegar a ellas con nuestras manos, pero si con nuestra alma, si lo deseamos con todas las fuerzas de nuestro corazón, con el mayor deseo de nuestra voluntad, todo el universo se pondrá en movimiento para hacer que sean nuestras, solo entonces podremos cogerlas con nuestras manos. 

La luna empezaba a dibujarse en el agua de una pequeña charca producida por un cercano canal de riego. Nos quedamos colgados de su mágica silueta, mirándola temblar ante cualquier pequeño movimiento del líquido, tan frágil, tan voluble, tan misteriosa, tan cerca y tan lejos a la vez, parecía un fantasma presto a desaparecer ante el más fugaz parpadeo. Aunque parezca real, dijo mi abuelo rompiendo el silencio de unos momentos atrás, es una ilusión, su reflejo es como el de las personas que pasan por la vida como una vana ilusión, cuando se van, ya no queda nada, solo su recuerdo. 

Tiró una piedrecita al agua, y la luna se escondió tímida y misteriosa en una orilla de la charca.

Debemos volver, dijo, ya es tarde y la abuela te espera, dimos la vuelta y nos encaminamos por el sendero que llevaba a casa, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó un viejo reloj con una cadena de eslabones plateados que brillaban al ser heridos por los fríos rayos de luz de la luna. Toma dáselo a la abuela, continuó diciéndome, dile que no pude llevárselo yo, pero que lo he guardado como un tesoro.       

Dile que pronto nos veremos, hizo una pausa en sus recomendaciones y deteniendo su paso me miró poniendo su mano sobre mi hombro; ahora tengo que irme, cuéntales que has estado conmigo, me dio un fuerte abrazo y me besó en la frente como una caricia que regala el invierno, después, se fue alejando poco a poco, con paso lento hacia una colina, yo le miraba con el viejo reloj en la mano mientras su figura se iba perdiendo en la niebla.

Recuerdo que no me sentí triste, ni tan siquiera lloré por su prematura marcha, tenía la seguridad de que lo volvería a ver.  

Cuando desperté de mi improvisado refugio, estaba tiritando de frío, las estrellas empezaban a poblar el cielo de la tarde, miré en derredor por si había vuelto el abuelo pero fue en vano, no conseguí ver ni el más mínimo atisbo de su presencia, la neblina había remitido casi por completo, debí de quedarme dormido cuando se fue. Corrí monte abajo, seguro que me estarían buscando desde el mediodía, empecé a preocuparme por la angustia que sentiría mi abuela al sentirse responsable por dejarme marchar, y con estos pensamientos, aceleré mi descenso tropezando con matujos y piedras.

Al llegar a casa, las últimas luces del día, se despedían del pueblo tendiendo sobre sus tejados el manto dorado del ocaso, haciendo con su sombra bajar la temperatura. 

La puerta estaba cerrada, me senté en el portal bajo los retorcidos sarmientos de la vieja y correosa parra, pensaba como podía haber pasado el tiempo tan rápido, sin apenas sentirlo. Después de unos minutos de tensa espera, les vi llegar; al verme sentado en el dosel, corrieron hacia mí gritando mi nombre y con los brazos abiertos.      

Me van a matar, pensé, he estado todo el día fuera. 

Me abrazaron llorando, no acababa de entenderlo, si iban a matarme ¿Por qué me abrazaban? Me matarían después, y si me abrazaban porque me querían ¿por qué lloraban? Ahora recuerdo un proverbio oriental “si tiene remedio, ¿por qué lloras?  Y si no lo tiene, ¿por qué lloras?”. Mis padres y mi abuela quizás lo hacían porque su corazón no entendía de proverbios.

Después vinieron las preguntas, y todas a la vez, ¿qué te ha pasado, donde has estado, qué has estado haciendo todo este tiempo, has comido algo, has tenido hambre, has pasado frio, te has perdido?  Yo no podía contestarles a los tres a la vez, por lo que decidí callar hasta que se calmaran, al menos estaba más seguro de que sus intenciones no eran agresivas hacia mi asustada persona.

Entramos en casa, en la chimenea luchaban por no apagarse los restos de las últimas brasas, una compuesta mesa adornada de navidad y a la espera de que alguien se dignara hacerle los honores, me recordó que era la noche más mágica del año, noche buena, la luz del quinqué que recientemente había sustituido a la del candil, dibujaba difusas y ondulantes formas en la cortina que separaba el salón de la cocina.    

Sultán, mi viejo perro, se abalanzó hacia mí con la pesadez de sus torpes movimientos haciéndome caer al suelo y lavándome la cara con su lengua, me estaba diciendo: ¿por qué no me has llevado contigo, qué me he perdido?

En un tropel de palabras, de frases que llegaban hasta mis oídos, y que yo escuchaba como a través de un túnel, conseguí entender que estaban muy preocupados, que había tenido a medio pueblo buscándome desde la hora de comer, y que todos estaban muy asustados por si me había pasado algo malo. Estuvieron en el monte, cerca del viejo tronco de pino donde con toda probabilidad me quede dormido a su abrigo, supuse que me llamarían, pero yo no podía oírles, como iba a oírles si estaba con mi abuelo.

Afortunadamente ya estás aquí y sin que te haya pasado nada, dijo la abuela, mi padre fue más escueto y severo cuando preguntó, ¿Dónde has estado?, Guardé unos segundos de silencio con la cabeza baja mirando al suelo de yeso que tenía por piso la casa, mi madre hacia esfuerzos por disimular la impaciencia que le producía mi respuesta, y me miraba en silencio, yo no sabía cómo decírselo, estaba indeciso, me preguntarían que por qué no vino conmigo hasta casa ya que había vuelto, que porque volvió a marcharse.

Creo, me atreví a decir ante las inquisitivas miradas de todos, incluso la de Sultán, que me miraba fijamente con las orejas tiesas y haciendo oscilar el rabo lentamente, como animándome a hablar, creo  repetí, que me quedé dormido en el viejo tronco de pino que hay en la cima del monte, hasta…, ¿hasta qué?, apremió mi padre ante mi titubeo, hasta que me despertó el abuelo; vi cambiar sus caras con una mezcla de sorpresa y extrañeza que fue cambiando a preocupación por la inesperada respuesta, le dieron permiso para venir a verme. Todos me miraban en silencio, pensé que había dicho algo prohibido, algo que podía desencadenar un terremoto, la fórmula mágica del maligno que traería funestas consecuencias sobre la tierra.

Mi abuela, se acercó hasta mí despacio, y cogiendo mi cabeza por ambos lados con las dos manos dijo en voz muy baja, casi en un susurro, como si sus palabras hubiesen estado largo tiempo guardadas en el más oscuro de los rincones de su alma: El abuelo no volvió de la guerra, cariño, nunca lo verás, lo mataron. La miré a los ojos y por fin pude ver esas lágrimas que durante tanto tiempo me había estado ocultando, debían de ser las lágrimas más largas que yo había visto en mi vida, pues formaban una sola, se sucedían sobre su cara formando un pequeño río descendente que brillaba a la luz del quinqué como los zafiros de la corona de una diosa pagana, como un vuelo de estrellas en una oscura noche de estío, me pareció que al estar tanto tiempo contenidas quisieron salir todas a la vez. 

Entonces comprendí, fue como si de pronto se hubiesen abierto las puertas y ventanas de un sótano oscuro, dejando entrar la luz de medio día toda a la vez. Me habían estado diciendo todos estos años, que el abuelo estaba en la guerra y que un día volvería, ¿por qué los abuelos de los demás niños volvieron y el mío no? Quizás pensaban decírmelo después, cuando fuese mayor para que no sufriera, pero ya me daba igual, yo sabía que no estaba muerto, por eso les creí.

No abuela, te equivocas, yo le he visto, he estado hablando con él. Me miraban en silencio, como el que oculta su culpa y acusa a la vez, negué con la cabeza, intenté convencerles de que era real, de que habíamos paseado de la mano, de que habíamos hablado, de que mi abuelo…, estaba vivo. Fue inútil, dijeron que no podía ser, que lo habría soñado cuando me quedé dormido, solo, me levante y me dirigí a la habitación de la abuela, todos me siguieron con la mirada, en unos segundos reaparecí con la foto que ella tenía sobre la mesita junto a la cama, el pequeño marco de madera dejaba ver una ajada fotografía en sepia con los bordes picados, del bolsillo superior del chaleco del señor de la foto, pendía una cadena de plata, en cuyo extremo, y mostrándolo con orgullo entre su mano, había un reloj, en cuya tapa se podía adivinar la joven cara de mi abuela con el pelo a lo “belle époque”. Dime qué es esto abuela, le pregunte señalándole con el dedo el reloj de la foto; es el reloj que le regalé a tu abuelo cuando nos casamos, contestó, dijo que solo la muerte lo separaría de él y que si alguna vez le pasara algo lejos de casa, me lo enviaría con alguien, pero los dos se perdieron en ese extraño mundo que crearon los hombres, la guerra.

Dejé el marco con la fotografía sobre las faldas de mi abuela, saqué el reloj del bolsillo de mi pantalón y lo puse sobre su mano. Toma, el abuelo me dijo que te lo entregara, no podía venir a traértelo él, pero tenía que cumplir su promesa, también dijo que pronto estarías con él.

Mi abuela murió al año siguiente, yo tenía 12 años.

Ahora sé que están los dos juntos para siempre. Aquella noche por primera vez fuimos 6 a la mesa en la cena de Navidad, mis padres, mis dos abuelos, Sultán y yo.

Las guerras, probablemente maten nuestros cuerpos, pero nunca podrán hacerlo con nuestras almas, ni nuestros recuerdos, ellos viven en otro plano, en otro mundo, adimensional.

Ahora, en este momento, ellos para mí solo son un recuerdo, como pronto lo seré yo para los que me siguen. Los años no pasan de forma gratuita, pero tengo la completa seguridad de que todos nosotros, aunque solo sea un momento en el tiempo, lo que dura un parpadeo o lo que tarda en desaparecer un barco tragado por las azules aguas del mar, que nos veremos unidos por el amor todos los que de alguna manera, nos hemos querido en esta fugaz vida. Feliz Navidad.

Joaquín Marías Corbalán Corbalán
Relato publicado en el libro sobre el I Certamen Ángeles Palazón de Cuentos de Navidad, 2014

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